Resumen
Tener amigos de tal nivel humano y profesional no tiene precio. Me refiero a Cecilio Andrade, aquel que hace años me dijo que lo llamara como ya hacen sus hermanos de sangre y pólvora, la gente a la que quiere y respeta; pero es que no me acostumbro a ello, por eso empleo siempre su filiación simple.
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Conozco a Cecilio desde 2004, no hace tanto… lo sé, pero desde el minuto cero supimos conectar. Ambos compartíamos pasiones y experiencias en nuestras respectivas profesiones, que aunque próximas… son diferentes. En común tenemos el interés por nuestros trabajos, y las herramientas que en él empleamos: las armas (no son las únicas herramientas, pero sí las más peligrosas de cuantas ponen a nuestro disposición). A la par que conocí sus apetencias armamentísticas, descubrí el modo (la técnica y la táctica) en que las usaba. ¡Todo un hallazgo! De su mano pude contactar y conocer a otros renombrados profesionales del sector, y de todos ellos obtuve formación y nuevos puntos de vistas que reforzaron mis conocimientos en unos casos y los ampliaron en otros.
Aunque el 30 de junio de 2010 publiqué en mi blog un artículo sobre las heridas que pueden producir las armas de fuego, según la zona anatómica humana alcanzada, el texto volvió a ver la luz durante mucho tiempo en diversos medios on-line e impresos. Recientemente (primeros días de enero de 2013), Cecilio, que también ha publicado varios artículos relacionados directamente con el tema, me proporcionó algunos datos y puntos de vista al respecto de este interesante y “sangrante” asunto. Nada quedó en saco roto. Todo lo que matizó fue de sumo interés para mejorar y engrandecer mi artículo (Publicado el 28 de diciembre de 2012, en Criminología y Justicia).
Algunos de los apuntes proporcionados me resultaron totalmente nuevos, desconocidos para mí. Otros, sin embargo, se referían a extremos que aunque conocía y dominaba, solamente comentaba de soslayo, o bien trataba con más extensión en artículos con otros títulos, aun teniendo también cabida en este.
Dada la experiencia militar en combate que Andrade posee, apunta como de suma importancia la primera auto-ayuda médica que el propio combatiente debe proporcionarse, de ser posible. Esto es vital, en muchos casos.
Aunque en mi artículo toqué aspectos psicofísicos, obvié uno muy interesante. Un tema documentado y estudiado. Y es que si el herido es un “tipo duro”, se produce el efecto “querer pero no poder”: la víctima sabe que podría hacer algo, tiene fuerzas, energías y deseos, pero no tiene forma de hacerlo, dado que no ve o no puede moverse. Esto genera un efecto psicológico negativo de rebote, ante la incapacidad de responder, resultando y actuando también como factor adverso que se suma a las lesiones.
Sobre los impactos que afectan a la cara, comentaba en la I Parte que no suelen provocar la muerte, pero ahora añado que podrían generar ceguera total o parcial, permanente o temporal, e incluso incapacidad respiratoria. También se conocen latigazos cervicales, más o menos graves según el calibre, potencia y ángulo de impacto.
Poseo amplia información sobre el caso del escolta que el 4 de diciembre de 1997, en San Sebastián, recibió un disparo en la cara, a solo dos metros de distancia. La víctima no falleció, pero sufrió gravísimas lesiones que le llevaron a perder de por vida la visión de un ojo, si bien durante los instantes siguientes al suceso perdió parcial y temporalmente la visión de ambos. Fue alcanzado por un cartucho de escopeta del calibre 12, cargado con perdigón fino.
Si el tiro alcanza el cuello sin afectar al sistema circulatorio (venas y arterias) o columna vertebral —aspectos tratados en el artículo de referencia—, podría causar problemas respiratorios (llegando a veces al colapso pulmonar). También habría que contemplar la incapacidad para generar movimientos de cabeza y resto del cuerpo, solo hay que recordar lo que incapacita un “pinzamiento” (hernia discal) en la vida diaria. Doy fe de lo último…
Todo el mundo estará de acuerdo en la dificultad que entraña impactar en el cráneo, en el curso de una acción defensiva al uso —protagonistas al mismo nivel, erguidos—. Pero si uno de los individuos cae al suelo encontrará que alcanzar la cabeza se vuelve algo más sencillo, ya que ésta habría quedado inmediatamente en línea con el mal llamado centro de masas del tórax (el centro de masas se refiere en la primera parte), dando como resultado que dirigiendo los disparos al esternón, la cabeza estará casi detrás del mismo. La cabeza, así, se convierte en un blanco mucho más accesible y fácil, aunque sea mediante la sobrepenetración de órganos insertos en el torso (según ángulo ascendente).
Así, desde esa posición, las zonas a alcanzar se vuelven mayores y se superponen a otras. Un impacto por debajo del estómago disparando desde el suelo, da como resultado alcanzar los pulmones e incluso el corazón, y posiblemente sin tocar costilla alguna. Un disparo con el mismo ángulo ascendente en la ingle puede dejar el proyectil incrustado en la cara interior de las cervicales, tras atravesar todo el abdomen y tórax. Esto supone originar lesiones masivas. Si añadimos el efecto de los rebotes contra los huesos, y las astillas generadas…
Como ejemplo de rocambolesca y caprichosa trayectoria, y prolongada cavidad permanente, el dramático suceso que vivió el sargento de policía Marcus Young el 7 de marzo de 2003, en Ukiah, California, Estados Unidos. Young resultó gravemente herido por cuatro disparos del calibre .38 Especial (enfrentamiento a distancia de contacto). Finalmente pudo disparar eficazmente contra su particular homicida. Aunque lo alcanzó tres veces, una de ellas en la cabeza, y disparó munición de punta hueca del calibre .40 SW, mató al asesino por un impactó en las nalgas. Dado el plano físico que ofrecía el atacante en el instante del disparo (a cuatro patas en el coche de policía), fue penetrado por ahí atrás (¡no se rían!, esto es muy serio). El proyectil se abrió camino muy profundamente, “de culo a cabeza”. Afectó al hígado y terminó su recorrido en la base del cuello. El disparo fue mortal de necesidad. Este suceso lo di a conocer en mi blog, el 14 de septiembre de 2009.
Sobre los disparos que lesionan la región abdominal, en el texto original dije: «En la zona más alta del abdomen se encuentran órganos de gran dureza frente a los impactos, como los riñones. Un impacto que afecte a un riñón podría provocar una rápida hemorragia, sobre todo siempre que determinada zona del órgano sea tocada por la bala». Cecilio, añade, que una puñalada de apenas 5 centímetros en los riñones ha sido el método estándar empleado para “eliminar centinelas”, desde la más remota antigüedad. Un simple golpe —fuerte— actúa de forma similar, sin ser letal. Impactos directos en los riñones generan un shock de tal envergadura que bloquean el sistema nervioso locomotor, incapacitando cualquier movimiento dirigido y controlado. Incluso existiendo conciencia del entorno, el herido estará casi totalmente paralizado e indefenso.
Lo mismo puede decirse de las heridas en los genitales, pero a estos casos hay que añadir una cuestión sumamente delicada. El varón humano tiene una especial relación con esos órganos, con lo que cualquier impacto en la región, incluso sin llegar a tocar el aparato sexual, provoca que de forma instintiva el herido se abstraiga del entorno: llega a aislarse mentalmente, ante la posibilidad de haber perdido “las joyas de la corona”. Por pocas zonas de la anatomía se produce una ansiedad consciente y subconsciente tan grande, ante el más mínimo riesgo de lesión. Existen muchos casos contrastados y documentados de personas alcanzadas en el bajo abdomen, o muslos, que llegaron a soltar sus armas para comprobar que no habían perdido la virilidad, ignorando cuanto estuviera ocurriendo con el adversario en la escena. En el caso de las mujeres este gesto no es tan acusado. Las heridas en riñones, hígado, bazo y genitales pueden provocar, así mismo, una parada cardio-respiratoria instantánea, a consecuencia del shock comentado en el párrafo anterior.
Respecto a tener la vejiga llena, dije en la primera parte: «Es aconsejable que los agentes de las fuerzas armadas y cuerpos de seguridad que vayan a participar en operativos tácticos, en los que sea predecible el enfrentamiento armado, vaciaran tanto la vejiga como el intestino (órganos huecos). Teniendo vacíos ambos órganos antes de entrar en acción, se evitarían lesiones mayores en caso de que un impacto afectara a tales aparatos. Se suele creer que el contacto de la orina con los órganos cercanos, por derrame violento y traumático, provoca infección y muerte rápida, pero no es así. No es ese el motivo por el que se aconsejan las evacuaciones tácticas corporales. Las evacuaciones se aconsejan por un motivo más sencillo. Un órgano que está lleno, está tenso, y por ello el impacto de un proyectil provocará una mayor presión y transferencia de energía al impacto y al cruzarlo, provocando con ello un mayor destrozo. Un sencillo ejemplo: si se dispara a una bota de vino vacía y a una llena, ¿cual sufrirá mayor daño al impacto?».
Pero por mucho que se vacíe la vejiga, lo cierto es que no siempre será así, aunque lo creamos y lo parezca. Lo normal es que los nervios y el estrés provoquen que las glándulas suprarrenales trabajen a destajo. El miedo hace que “nos meemos encima”, dice el saber popular, lo cual ya provoca que tras cualquier acción tengamos nuevamente la vejiga llena, o casi llena (nos pasaba de niños cuando nos ocultábamos nerviosos, durante determinados juegos). La nota curiosa es que la orina de cada cual, siendo fresca, actúa como desinfectante (ver manuales de supervivencia), pero solo para el organismo que la generó. Insisto, aunque sea fresca la orina de otra persona, es altamente contaminante en contacto con heridas de un cuerpo ajeno.
Sabemos que los impactos que afectan a las caderas o pelvis pueden producir tal fractura que podrían conducir a la caída del herido (incapacitación en cuanto al avance o desplazamiento). No obstante, se ha observado que en individuos con fuerte musculatura en el paquete abdominal y tren inferior —algo muy común en militares y policías de unidades especiales: corren y ejercitan esas zonas, en gran medida—, ante impactos en el hueso ilíaco o el isquion, han seguido moviéndose casi con normalidad, hasta que el dolor, la pérdida de sangre o la reducción de los efectos del estrés los han paralizado. Esto se ha podido ver incluso en algún caso de afectación de la zona de inserción del fémur. Aquí, obviamente, estamos ante cuestiones fisiológicas de supervivencia, algo que se veía en el artículo de referencia, y también en el monográfico publicado el 16 de junio de 2012
Los impactos en el cóccix o sacro (zona alcanzable a la par que la cadera, y localizable en la zona más distal de la columna) son capaces de provocar un shock neutralizante y bloqueador, del mismo tipo al comentado en hígado, riñones, bazo o genitales, pudiendo conseguir la incapacitación sin pérdida total de consciencia. En el curso de un enfrentamiento es casi imposible alcanzar ese punto de forma apuntada, pero esto no deja de ser una constante presente en casi todo encuentro a vida o muerte, y sobre ello trataba básicamente el susodicho texto que da pie a esta (I Parte).
No comenté en su momento un efecto que se produce cuando un proyectil (a veces fragmentos óseos procedentes de costillas, u otros huesos) produce lesiones en los pulmones: ante el intento instintivo del organismo de obligar a los pulmones a “abrirse” para admitir aire, el herido provoca, sin saberlo, un efecto convulsivo incapacitante mayor. Esto amplifica el resultado letal de la bala. Ante un impacto, las bolsas pulmonares pueden colapsarse y comprimirse.
Sobre los proyectiles que pudieran tocar ambos trenes, amplío nuevas consideraciones. Ya es conocido el hecho de que un sujeto herido en un brazo no necesariamente deja de ser lesivo, pero si las heridas son de tal magnitud que obligan al tipo a taponársela con la mano sana, tendremos a un hostil técnicamente invalidado para emplear su arma con el brazo sano, aunque sea durante la taponación de la herida. Como dice Cecilio, tendríamos a un enemigo “manco”. Recordemos que las heridas producidas en las clavículas y hombros son altamente dolorosas (el herido tiende a llevarse allí su otra mano).
En la primera parte no mencionaba algo que sí refería en otro texto, y es que si el adversario dirige un arma hacia nosotros y abrimos fuego hacia su torso, muy probablemente toquemos con nuestros disparos sus manos y/o brazos. Esto lo referí en mi artículo, Blancos, ¿siluetas o dianas?, y literalmente decía lo siguiente: «Una silueta en la que podamos ver un brazo y una mano empuñado una pistola dirigida hacia nosotros, no solamente servirá para que el tirador se sienta más cercano al enfrentamiento, sino que además dará una idea más real de cuál será el resultado de sus disparos. De este modo, un impacto sobre el brazo que nos apunta daría varias hipotéticas lesiones en el blanco, casi con total seguridad. Así pues, si el disparo se dirige al centro de masas de la silueta —que por otra parte es la opción más inteligente—, es posible que el proyectil, de haber alcanzado a un cuerpo humano de verdad en esa postura de tiro apuntado o dirigido hacia nosotros, alcanzaría muy posiblemente la mano/brazo que nos dispara. El proyectil, seguidamente, cruzaría por sobrepenetración hasta el esternón o hacía alguno de los pulmones. Lógicamente, según el ángulo desde el cual dirijamos nuestros disparos. Lo expresado ayuda a comprender mejor el resultado de un disparo nuestro en un entrenamiento defensivo, y de paso da idea de que ese disparo concreto que se ha descrito aclarará o justificará, ante la autoridad judicial, el hecho de haber abatido a nuestro agresor. Las trayectoria de entrada y salida del impacto en el brazo, acreditarían que son compatibles con la acción de dirigir el brazo hacia nosotros. Esto no será posible si únicamente se emplean siluetas carentes de brazos, o incluso cuando los posean los tenga “caídos”, nunca mejor dicho lo de caídos… De este modo no representan inminente riesgo».
Estas heridas suelen ser longitudinales a la masa muscular, de modo y manera que las lesiones pueden alcanzar toda o casi toda la longitud del brazo y/o antebrazo; todo lo cual provocaría la neutralización instantánea de esa extremidad, algo que no ocurre en impactos transversales, donde normalmente veríamos conductos de entrada y salida con pocos daños generales. Si durante el combate o enfrentamiento caemos al suelo, y dirigimos desde abajo nuestra arma hacía el atacante erguido, sus brazos pueden convertirse por un instante, vistos desde abajo, en blancos grandes y además enmarcados en el tórax y la cabeza (caso de enfrentamiento a muy escasa distancia).
Las heridas de bala en las manos nos dan dos tópicos:
1º.- Sin dedos no se puede empuñar nada.
2º.- La gran cantidad de terminaciones nerviosas que poseemos en los dedos y manos, necesarias para poder sentir al tacto, ante una herida provocan dolor agudo que sin ser tan invalidante como los comentados en otras áreas, sí puede reducir de forma efectiva la capacidad de atención y concentración del personal alcanzado.
Moraleja: del mismo modo que todo esto podemos provocárselo al contrario, él nos lo podrá infligir a nosotros.■