En los Arts. 37 a 46 del primer Código Penal de la historia de España –el que decretaron las Cortes el 8 de junio de 1822– se detallaba el minucioso modo de ejecutar la pena capital. Tras notificar la sentencia al condenado a muerte –cuarenta y ocho horas antes de proceder a su ejecución– se ponían carteles para anunciar al público el día, hora y sitio en que tendría lugar, con el nombre, domicilio y delito del reo que, en todo caso, sufriría el garrote, sin tortura alguna ni otra mortificación previa de la persona. La ejecución siempre era pública y tenía lugar entre las 11h00 y 12h00 de la mañana, pero nunca en domingo ni en día feriado, fiesta nacional o día de regocijo de todo el pueblo. La pena se ejecutaba sobre un cadalso de madera o de mampostería, pintado de negro, sin adorno ni colgadura alguna en ningún caso y colocado fuera de la población; pero en sitio inmediato a ella para que pudieran presenciarla muchos espectadores.
En general, los reos eran conducidos al suplicio desde la cárcel vestidos con una túnica y un gorro negros, las manos atadas y montados sobre una mula, llevada del diestro por el ejecutor de la justicia (el verdugo), siempre que no se les hubiera impuesto también la pena de infamia junto a la de muerte porque, en ese caso, tendrían que llevar la cabeza descubierta. No era esta la única excepción: los condenados a muerte por traidores iban con las manos atadas a la espalda, con la cabeza descubierta y sin cabello y con una soga de esparto puesta en el cuello; los asesinos eran conducidos al garrote vestidos con una túnica blanca –en lugar de negra– y con soga de esparto al cuello; los parricidas llevaban la misma túnica que el asesino, descubierta y sin cabello la cabeza, atadas las manos á la espalda y con una cadena de hierro al cuello (en lugar de esparto) llevando un extremo de esta el ejecutor de la justicia, que deberá preceder cabalgado en una mula; finalmente, los reos que fueran sacerdotes y no hubieren sido previamente degradados, llevaban siempre cubierta la corona con un gorro negro.
En todos los casos, los reos debían portar sobre el pecho y la espalda un cartel escrito con letras grandes que proclamara su delito (traidor, asesino, parricida, etc.) dirigiéndose al cadalso en compañía de dos sacerdotes, un escribano y los alguaciles (ambos enlutados) y la escolta correspondiente. Durante el camino, debía reinar el mayor orden –so pena de ser multado, encarcelado e incluso acusado de sedición si se trataba de impedir la ejecución de la justicia– para que el pregonero pudiera vocear al público, cada doscientos o trescientos pasos y en alta voz, el nombre del delincuente, su delito y la pena que se le hubiera impuesto. La misma información que se comunicaba en el pregón debía escribirse en el sitio en que haya de sufrir la muerte y en la parte más visible.
Al llegar al cadalso, no se le permitía al reo hacer arenga ni decir cosa alguna al público ni a persona determinada, sino orar con los ministros de la religión que le acompañen. Cuando el verdugo giraba la manivela del cepo, quebrándole la cuarta vértebra cervical con un giro rápido que presionaba el corbatín sobre su cuello, el cadáver del ejecutado debía permanecer expuesto al público en el mismo sitio hasta la puesta de sol. A continuación, se entregaba el cuerpo a sus parientes o amigos, si lo pedían, y si no, o bien se le sepultaba por disposición de las autoridades o bien se entregaba para alguna operación anatómica que convenga. Sólo se exceptuaba de esa regla a los condenados por traición o parricidio, á los cuales se dará sepultura eclesiástica en el campo y en sitio retirado, fuera de los cementerios públicos, sin permitirse poner señal alguna que denote el sitio de su sepultura.
Valladolid (Castilla y León | España 1969).
Escritor (director de Quadernos de Criminología | redactor jefe de CONT4BL3 | columnista en las publicaciones La Tribuna del Derecho, Avante social y Timón laboral | coordinador de Derecho y Cambio Social (Perú) | colaborador de noticias.juridicas.com); ha publicado en más de 600 ocasiones en distintos medios de 19 países; y jurista [licenciado en derecho y doctorando en integración europea, en el Instituto de Estudios Europeos de la Universidad de Valladolid | profesor de derecho constitucional, política criminal y DDHH (UEMC · 2005/2008)].
Sus últimos libros son Las malas artes: crimen y pintura (Wolters Kluwer, 2012) y Con el derecho en los talones (Lex Nova, 2010).
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