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Cartas a los delincuentes - Parte Segunda

Tiranía que los perversos ejercen en la prisión

Carta II. Carta a los delincuentes

por Concepción Arenal
02/27/2023
en Criminología Penitenciaria, Historia de la Criminología, Textos históricos de Criminología
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Hermanos míos: Ya os dije en mi carta ante­rior, y quiero repetiros en ésta para no volver a ocuparnos en tan desdichado asunto, que por desgracia hay entre vosotros criaturas tan per­vertidas que rechazan toda amonestación salu­dable, todo amistoso consejo, como esos enfer­mos delirantes que se obstinan en no tomar la medicina que podría salvarlos.

No puedo diri­girme a todos vosotros, como sería mi deseo; tengo que apartar la vista y el corazón de los que cierran el suyo. Pero vosotros vivís con ellos, quiere la desgracia que estéis confundidos, y no podéis decirles como yo:—Os olvido, aparto de vosotros mis ojos.—Además, os creéis en la necesidad de ver sus malos ejemplos, de escu­char sus malas palabras, de uniros a sus juicios, de aparecer dóciles a sus impías lecciones, de conformaras con sus pareceres, de callar la verdad o hablar la mentira según su conveniencia o su capricho, de ocultar vuestros remordi­mientos y vuestras penas porque no exciten su risa, de fingir maldad hasta el grado en que ellos la manifiestan, de sufrir, en fin, la tiranía de su perversidad, que exige a toda costa que el criminal ostente su crimen y sea feliz en él.

¡Gran desdicha la vuestra vivirá su lado y sujetos a su yugo; castigo terrible, pero merecido, de los que, cuando teníais libertad para elegir compa­ñía, habéis escogido la peor!

¿Cuántos entre vos­otros hay que no atribuyan, y con verdad, a las malas compañías una parte del delito o del crimen que a la prisión los trajo? Yo sé que son los menos. Cuando gozabais de libertad, la te­níais para elegir compañeros; aquí tenéis que recibir los que se os dan, y yo os hago la justicia de creer que la mayor parte no estáis con­tentos con ellos. ¿Pero no contribuís vosotros mismos a que sean peores y más perjudiciales y molestos? ¿Vuestra debilidad no es la principal fuerza de los que disponen, para aniquilarlos, de los buenos sentimientos que os han quedado? ¿Vuestra debilidad no es la fuerza de los que os obligan a reíros de vuestro crimen y de vuestra desgracia, de los que establecen dentro de la prisión otra mucho más dura, porque la ley no encierra sino vuestro cuerpo, y vuestros per­versos compañeros encadenan vuestra alma?

Y si no ponéis enmienda, no podréis romper sus ligaduras el día en que os den libertad: discí­pulos fieles de vuestros odiosos maestros, adqui­riréis la costumbre de no pensar ni hacer más que mal; no tendréis voluntad ni fuerza para luchar contra él; llegaréis a ser sus ciegos escla­vos; sufriréis las enfermedades consecuencia de vuestros vicios, la miseria resultado de vuestra ociosidad, el odio, el desprecio, las persecu­ciones; y cuando la ley os diga: «Estáis libres», oprimida por los malos hábitos, tiranizada por las perversas inclinaciones, vuestra alma arrastrará una terrible cadena perpetua.

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¿Y creéis que puede estar libre por mucho tiempo el cuerpo del que tiene encadenada el alma? Grande error. El que no hace propósito de en­mendarse ni se enmienda, vuelve a la prisión una y otra vez, y muere en ella, si no muere en el cadalso.
¿Qué remedio hallaréis para tan grave mal? ¿ Cómo os sustraeréis a la tiranía de esos hom­bres que quieren que todos sean tan perversos como ellos, porque habiendo perdido la espe­ranza del bien, tienen una infernal complacen­cia en arrastrar a los otros hacia el mal que los arrastra? ¿Cómo empezaréis a no creeros obli­gados a aprobar todo lo que es malo y a censurar todo lo que es bueno? ¿Cómo os atreveréis a compadeceros de un infortunio, a no reíros de un buen propósito, a no ocultar los honrados sentimientos, a no hacer ostentación de los malos, a no avergonzaros, en fin, de tener entrañas de hombres y sentir y pensar como tales?

La tarea no es fácil, pero no es tampoco imposible. Necesitáis empezar por conoceros a vosotros mismos, por formar idea de lo que sois y por comprender lo que es una prisión.—Una prisión, diréis, es un lugar de donde no se puede salir, donde la comida no es buena, donde la cama es mala, donde se canta y se blasfema, donde bur­lando la vigilancia se bebe y se juega, donde hay cadenas y palos y calabozo.—Esa es la prisión del cuerpo; pero si os pregunto lo que es la pri­sión para el alma, si os pregunto qué sufre, qué siente, qué piensa, cómo vive el alma del preso, qué es el presidio moralmente considerado, ¿cuántos podrán responderme?

Tan olvidados estáis de las cosas que no son materiales, tan habituados a ver en los placeres y en los dolores del cuerpo la única fuente del bien que deseáis, del mal que teméis, que a veces parece como que pretendéis olvidaros de que tenéis alma. No os hacéis cargo que el cuerpo no es más que un miserable instru­mento, un ciego esclavo, y que el alma es la que os trajo aquí, la que impide que salgáis más pronto, la que evitará que volváis u os arastrará de nuevo, según que os lleve por el camino del bien á por el camino del mal.

La prisión, moralmente considerada, es una reunión forzosa de hombres ignorantes, culpables, débiles y desdichados. Si no fuerais ignorantes, no estaríais aquí, porque hubierais aprendido la justicia de las leyes, su fuerza, la imposibilidad de sustraerse mucho tiempo a su acción, y, en fin, que el camino que habéis ele­gido por más fácil es el más dificultoso, porque el oficio de criminal es, de todos, el que da más riesgo y menos provecho.

En cuanto a vuestra culpabilidad, no quiero hablaros de ella; mi objeto no es acusaros, sino poneros en situación de que os acuséis a vos­otros mismos, después que, conociendo la justi­cia de las leyes y su necesidad, tengais ideas claras del deber y del derecho, y podais medir toda la extensión de vuestro delito o de vuestro crimen.

La desdicha vuestra ¿quién la pone en duda? Vuestras risas, vuestros cantos son una forma de dolor, y el más terible de todos: el dolor que se resigna, llora, y solo ríe el dolor desesperado.

Que sois ignorantes, que sois culpables, que sois infelices, lo comprendéis fácilmente, lo sabíais antes que yo lo dijera; pero lo que tal vez os parecerá extraño es oír que sois débiles, y a pesar de vuestra extrañeza, nada es más cierto: vuestra debilidad os ha llevado donde estáis.

Ninguno de vosotros, ni el más perverso, cedió sin resistencia a la primera tentación que tuvo de hacer mal. Si en la confusión de vues­tras ideas, si en la tempestad de vuestros dolores y de vuestras iras, podéis traer a la memoria el paso de la inocencia al crimen, pensadlo bien, y recordaréis que al veniros el pensamiento de hacer mal, luchasteis contra él, mucho o poco, pero luchasteis, y si sois criminales es porque fuisteis vencidos, es decir, débiles.

El vago, el holgazán, no tiene fuerza para vencer su aversión al trabajo, se deja arrastrar del deseo de estar ocioso, no resiste a la tenta­ción de ir a divertirse en vez de ir a trabajar, de aguardar inmóvil esperando a que la necesi­dad y el mal ejemplo le arrastren al crimen. Es débil.

El adúltero se detiene, si no ante la voz de su conciencia, ante el escándalo de sus culpables relaciones, ante la necesidad de ocultarse y el peligro de ser descubierto ; pero su apetito le arrastra, cede. Es débil.

El ladrón, bajo cualquiera de sus formas, que toma la pluma para falsificar un documento, el metal para hacer moneda falsa, que alarga la mano para introducirla en la bolsa ajena, que fuerza la puerta o escala la casa, se detiene muchas veces antes de resolverse: bien quisiera hacerse rico por otro camino; pero éste le parece el más fácil, el más cómodo, y no puede resis­tir a la tentación, y cede. Es débil.

El que en un rapto de cólera hiere o mata, él mismo confiesa su falta de fuerza; no pude con­tenerme, dice. Es débil.

El infanticida, el hombre a la mujer, que por librarse de un peso o por miedo a la opinión quiere ocultar una debilidad detrás de un cri­men, es débil.

El que después de robar mata por miedo de ser descubierto, es débil.

El que proyecta un crimen, y busca cómpli­ces, y los halla, y los seduce, y los adiestra, y los lanza donde él no tiene valor para ir, es débil.

Todos, en fin, los que no son monstruos o insensatos, y que más bien parece que debían estar en una casa de locos o en una casa de fie­ras que en una prisión, todos están en ella por debilidad. Y no ostentéis vuestros fornidos miembros para protestar contra lo que os digo.

¿Qué importa la fuerza de vuestro brazo? ¿Por ventura ha podido salvaros de ir adonde estáis? ¿Creéis que la fuerza del hombre se mide por el peso que arrastra ó que levanta? Así se mide la de los animales; la del hombre se mide por su virtud y por su inteligencia. La fuerza de los miembros, la fuerza material, ponen al buey, al caballo, al camello, al elefante, hasta al león, bajo el yugo del hombre, que parece tan débil comparado con ellos.

Vuelvo a preguntaros: ¿de qué os ha servido vuestra fuerza material? Vuelvo á deciros: la fuerza del hombre se mide por su virtud y por su inteligencia. Aplicad esta medida única, exacta, y os convenceréis de vuestra debilidad. Adquirid este convencimiento, porque os importa mucho. Él os hará tener en poco la fuerza bruta y en mucho la del enten­dimiento, que todavía podéis cultivar para que os guíe, para que os contenga, para que os ayude á levantaros y á no volver á caer.

¿Lo veis? fuisteis culpables por ser débiles, y en la prisión por debilidad os hacéis peores. ¿Cómo entráis en ella ? Pocos, muy pocos hay que la primera vez que pasan el rastrillo no conserven algún honrado sentimiento, algún buen impulso, alguna idea de equidad y de justicia, algún lugar sano en el corazón.

Entráis: la primera impresión que recibís es terrible; sentís un dolor profundo, pero comprendéis al momento que se reirían de él si le viesen , y como el hombre pasa por todo antes que por el ridículo, ocultáis cuidadosamente vuestra pena para que no la escarnezcan. Luego, observando lo que los otros hacen, viendo que ríen y cantan y blasfeman, procuráis sofocar la voz de vuestro dolor y de vuestra conciencia con palabras im­pías, obscenidades inmundas y risas infernales: así Io hacen los demás, y parece que les va bien. Aquella jactancia de lo que es vergonzoso; aquel desprecio de lo que es honrado; aquella com­placencia en lo que es perverso; aquella predi­lección por lo que es horrible; aquel odio a lo que es santo; aquella dureza para lo que es dulce y tierno; aquel trastorno completo de todas las ideas y de todos los afectos, forman alrededor de vuestra alma como una nube espesa que os envuelve, como un huracán que os arras­tra y, haciéndoos girar precipitadamente, os produce un efecto parecido al que resulta de dar muchas vueltas en un corto espacio, cuando decimos que la cabeza se va, que la habitación anda.

En efecto, la conciencia se os va; las ideas de lo justo y de lo injusto, de lo honrado y de lo vergonzoso anclan; nada para vosotros tiene fijeza, todo es dudoso, todo confuso, nada veis claro, ni afirmáis ni negáis con energía y con fe. En este estado de trastorno y debilidad mo­ral, el temor de parecer débiles, el mal ejemplo, se apoderan de vosotros, y vais a confundiros con los demás y hacéis lo mismo que hacen. Añádase a esto que el hombre lleva á todas partes su vanidad, su amor propio. Le cifra el abogado en ser elocuente, el soldado en ser valeroso, el presidiario en ser malo. La perver­sidad tiene también su hipocresía. Los hipócri­tas del mundo fingen virtudes, los del presidio crímenes, y se cuentan muchos que no se han cometido, y con circunstancias inventadas que los hacen más odiosos y más interesantes.

El que más lágrimas ha hecho derramar, el que más cosas santas ha ultrajado, el que más sangre vertió e hizo más víctimas, es el primero, el héroe, el jefe de la prisión, moralmente hablan­do; el que da con su ejemplo la regla y con su perversidad la medida de lo que debéis ser. Esta medida y esta regla las halláis establecidas, os conformáis a ellas, y para no ser despreciados os hacéis despreciables.

Pero en las obras de la iniquidad no pueden ser más que aparentes la solidez y la perfección infernales. Por mucho que hagan los demás y vosotros mismos, pocos conseguís haceros mons­truos, y a pesar de las apariencias, todavía tenéis entrañas de hombres; todavía hay en vuestro corazón un lugar, tal vez ignorado por vosotros mismos, en que puede hallar eco un sentimiento honrado y echar raíces un propósito firme de corrección y enmienda.

Me acuerdo de haber oído que en un pueblo se hacían unas grandes alcantarillas que, como es sabido, se construyen debajo de tierra, y para las cuales se empleaba piedra labrada, ya que no se sabe cómo estaba en un pantano, del que se extraía llena de inmundicia y lodo, y sin quitárselo era llevada a la obra.

Un trabajador que se sentó a comer puso sobre una piedra un jarro de agua que, vertiéndose, la lavó en parte, dejando a descubierto una labor primorosa. Se lo hizo notar al arquitecto, que desde entonces mandó lavar todas las piedras, para que no fue­ran empleadas las que podían servir para cosa mejor en formar el conducto de aguas inmundas.

He recordado este hecho al penetrar en vuestra prisión, que es el pantano inmundo donde habéis caído, y donde adquiriendo todos un barniz igual, una cubierta bajo la cual nada bueno se distingue a primera vista, nadie ve en vosotros un elemento para el bien, sino la ma­teria propia y dispuesta para toda obra do ini­quidad.

Mas si la compasión cae sobre vuestra alma, muchas veces lava y purifica el lugar que toca, dejando al descubierto nobles ins­tintos que nadie hubiera adivinado, rectas ideas, pensamientos honrados con que puede llevarse a cabo la santa obra de vuestra rege­neración.

No, vosotros no sois todos igualmente malva­dos y despreciables y viles; en vano la iniqui­dad ha querido pasar su terrible nivel sobre vuestras cabezas; muchas se levantan aún del polvo de la ignominia y pueden recibir en el arrepentimiento un segundo bautismo que os restituya al seno de la sociedad y a la comunión de los hombres honrados.

Volved en vosotros, hermanos míos; en la prisión, como en el mun­do, los perversos son los menos; no os dejéis arrastrar por unos pocos que encadenan vues­tra alma, no dejándola caminar sino hacia el mal. iSi os pudierais contar los que sois mejores! Si pudierais mirar vuestra verdadera fisonomía a través de la horrible máscara con que en la prisión se disfraza todo lo bueno, ¡cuál sería vuestro asombro al hallar nobles y honrados
sentimientos en hombres que hacen ostentación de no tener ninguno!

Machos de entre vosotros han delinquido por dejarse arrebatar de una pasión, por un momen­to de ceguedad, por haber cedido a una tentación mala, por haber dado oídos a un mal consejo, por no haber sabido resistir al mal ejemplo, por aturdimiento, por no haber considerado la gra­vedad del delito ni Io fatal de sus consecuencia; y a veces por ir unidas a cualquiera de estas cosas la ignorancia, la miseria, la mala educa­ción.

Muchos de entre vosotros, la mayor parte, llegasteis por primera vez a la prisión culpados, pero no execrables; extraviados, pero no per­didos. Al veras había mucho que temer, pero también había mucho que esperar.

¿Os habréis dado tanta prisa a sofocar en vues­tro corazón todo cuanto existía en él bueno y honrado, que nada quede ya? Oh no. Todavía allá en lo más recóndito del alma hay vestigios de vuestra perdida inocencia, restos de vuestra virtud; todavía puede reflejarse en ella la luz de la verdad, y hallar eco la voz que os llama al arrepentimiento, al deber, a la esperanza.

No seáis sordos a esta voz, hermanos rulos; escuchad a todo el que os instruye y os consuela, en vez de oír a los que os pervierten. ¿Por qué vosotros que aun podéis enmendaros, que aun podéis sa­lir de la prisión en estado de no volver á ella, que tenéis pocos años de pena o alcanzaréis con vuestra buena conducta que se os rebaje, vos­otros a quienes aun es dado vivir en libertad tranquilos y dichosos, habéis de confundiros con esos hombres cargados de crímenes, agobiados por una condena perpetua o muy larga que no pudiendo salir de la prisión quieren reteneros en ella o poneros en estado de volver pronto si sa­lís; que habiendo perdido la idea del bien, bus­can cómplices y compañeros para el mal, y que, como otros tantos demonios, trabajan para llevaros a su infierno?

¿Por qué habéis de confundir vuestro porvenir que aun puede ser risueño con el suyo sombrío, y vuestra esperanza con su desesperación? ¿No veis que es unir, encollerar a un vivo con un muerto, y condenarle a que par­ticipe de su hediondez y podredumbre? Porque el alma de esos hombres que no creen en el bien, ni practican más que el mal, ni esperan en la misericordia de Dios, ni temen su justicia, creedlo, hermanos míos, está muerta. Apartaos de ella como de un cadáver corrompido, al que nadie puede acercarse sin contraer alguna enfer­medad grave.

Pero estando confundidos con esas criaturas, ¿cómo habréis de apartaros de ellas? Con la vo­luntad: la voluntad separa las almas de dos cuer­pos que están muy cerca, y pone entre ellas la inmensa distancia que separa el bien del mal. Desde el momento en que no piensan los perversos, ni habléis como hablan, estáis á mil leguas de su iniquidad.

Jesucristo ¿por morir entre dos ladrones dejó de ser el santo de los santos, el hijo de Dios? Si el hom­bre lo es todo por su alma, si el cuerpo no es más que un instrumento ciego, ¿qué importa que esté á dos pasos o a dos mil? Unid vuestra alma a la de aquellos que os hablan de virtud y de espe­ranza; levantad el espíritu sobre esa nube de vi­cios y de crímenes que quiere envolveros, escu­chad atentos la voz que os enseña por qué ha­béis caído, cómo podéis volveros a levantar, y veréis a qué distancia os ponéis de los que están cerca de vosotros, y recobraréis la perdida fuerza, y vuestra dignidad de hombres, y el deseo y la facultad de tener en poco a los mismos cuyas burlas os amedrentan. Desde el día en que po­dáis contaros los que tenéis aún aptitud para el bien, posibilidad de corrección y enmienda, ve­réis con asombro que sois los más, veréis que sois la inmensa mayoría.

¿Y qué sucederá al cabo de algún tiempo? Que esa ley de iniquidad que manda callar el bien y ostentar el mal, esa ley mil veces impía que parece la obra de todos porque ninguno protesta contra ella, se verá que es la tiranía de unos pocos, y pronto dejará de existir. Esto no sucederá desde el primer día, pero sucederá infaliblemente al cabo de algún tiempo, si no os empeñáis en aparecer peores de lo que sois.

Yo no exijo de vosotros que reprendáis al que
obra o habla mal, ni que le enseñéis lo que pro­curo enseñaros, ni que opongáis a su locura las razones que vayáis aprendiendo, ni a su dureza los buenos sentimientos que broten de nuevo en vuestro corazón.

Basta que calléis, basta que no forméis coro con las voces impías, basta que no apruebe vuestra boca lo que condena vuestra conciencia. Con no formar corro alrededor de los que refieren sus sangrientas hazañas, de los que dan lecciones de iniquidad; con guardar si­lencio cuando no podáis apartaros, la prisión cambia de aspecto, y entráis francamente por el buen camino.

Para una sola cosa quisiera que tuvieseis valor: para aparecer tristes cuando lo estéis. ¿Por qué empeñaros en fingir alegría cuando sois desdi­chados? No le está bien a un infeliz ni la deses­peración ni el contento; el dolor es la dignidad de la desgracia, el dolor es el paso necesario del delito al arrepentimiento y a la rehabilitación. No finjáis, pues; no sintáis infames alegrías; afli­gíos al entrar en la prisión todos los que no sois viles, todos los que no queréis envileceros; que el alma vista luto por vuestra honra.

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