Resumen
Hoy en día, cuando hablamos de los establecimientos penitenciarios –como le gusta denominar a las cárceles al legislador español– los Arts. 1 y 8 de la Ley Orgánica 1/1979, de 26 de septiembre, General Penitenciaria se refieren a los centros destinados a la retención y custodia de detenidos, presos y penados como una institución penitenciaria cuyo fin primordial es la reeducación y la reinserción social de los sentenciados a penas y medidas penales privativas de libertad. A primera vista, podría parecer que este modelo penitenciario es el que ha existido desde siempre, pero no es así; de hecho, encarcelar a los reclusos en una prisión para privarles de su libertad durante un determinado periodo de tiempo, como consecuencia de haber cometido una conducta tipificada penalmente como delito, fue un criterio de política criminal que se implantó durante el siglo XVIII y, por lo tanto, podríamos decir que se trata de una institución relativamente moderna.
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Sus primeros antecedentes se remontan a mediados del siglo XVI y comienzos del XVII en las denominadas casas de corrección que surgieron en Gran Bretaña; en concreto, suele mencionarse como la más antigua [a] la “House of correction”, ubicada en Bridewell (Londres), en 1552, pensada para la corrección de aquellos pobres, que estando aptos para el trabajo, se mostraran recalcitrantes resistiéndose a trabajar [PEÑA MATEOS, J. Antecedentes de la prisión como pena privativa de libertad en Europa hasta el siglo XVII. En GARCÍA VALDÉS, C. (dir). Historia de la prisión. Teorías economicistas. Crítica. Madrid: Edisofer, 1997, p. 72]. Hasta finales del siglo XVI, se fundaron otros hogares en los Países Bajos, Suiza y algunas ciudades alemanas (Hamburgo, Lübeck, Bremen o Múnich), con un marcado carácter asistencial y formativo: las autoridades no se limitaban a recluir a los grupos marginales de la sociedad (vagabundos, borrachos, ladronzuelos o prostitutas) y tratarlos con férrea disciplina sino que procuraban darles una ocupación práctica; en esa línea, por ejemplo, destacó la pionera iniciativa de Ámsterdam, donde los hombres astillaban maderas tropicales para utilizar las virutas como pigmentos naturales, en la Rasphuis (literalmente, Casa para rallar), mientras que las mujeres tejían hilos en la Spinhuis (Casa para tejer).
Siguiendo el ejemplo de estos primeros hogares, que se fundaron en 1596, otras ciudades centroeuropeas abrieron nuevas casas de corrección a semejanza de las holandesas; pero el salto cualitativo se produjo en el siglo XVIII: por un lado, en 1704, el Papa Clemente XI creó el Hospicio de san Miguel, en Roma, para acoger a jóvenes delincuentes que se mantenían aislados por la noche en sus celdas (el origen monástico de esta palabra resulta evidente), pero compartían el trabajo diurno con los demás internos para que pudieran aprender un oficio; y, por otro lado, el talante reformista del sheriff inglés John Howard que se propuso reformar Los Estados de las Prisiones (obra publicada en 1777) tras sufrir en primera persona las pésimas condiciones de la terrible prisión de Brest (Francia) y comprobar, de regreso a su país, que la situación de los presos en Inglaterra era tan injusta como arbitraria.
El nacimiento de las cárceles, tal y como hoy las conocemos, surgió en aquel momento como resultado de la confluencia de diversos factores: la llegada de la Ilustración, con las primeras voces contrarias a la pena de muerte y el empleo de los tormentos; el desarrollo de un sistema penal inspirado en el humanismo, donde el cuerpo humano dejó de ser concebido como un mero trozo de carne; y, sobre todo, con el final del Antiguo Régimen y su peculiar forma de concebir los castigos como un truculento espectáculo a pie de calle, para amedrentar a la sociedad mediante ejecuciones públicas que no eran obra de la justicia sino un ritual efectista para manifestar la fuerza física, material y terrible del soberano [FOUCAULT, M. Vigilar y castigar. Madrid: Siglo XXI Editores, 1986, 5ª ed., p. 55].
A partir de los siglos XIX y XX se fueron conformando los nuevos sistemas penitenciarios al evolucionar las dos propuestas estadounidenses (los métodos filadélfico-pensilvánico y auburniano-neoyorquino) hasta configurar los sistemas progresivos europeos donde la privación de la libertad del condenado se constituyó en la reina de las penas y su progresiva implantación contribuyó a que también surgieran movimientos favorables a buscarle alguna alternativa, como realizar trabajos en favor de la comunidad.
Aunque los actuales centros penitenciarios tienen su origen en las casas correccionales que se crearon en los siglos XVI y XVII y, de forma específica, en las prisiones que se establecieron a lo largo del XVIII, esto no significa que las cárceles no hubieran existido con anterioridad; lógicamente, siempre ha habido mazmorras y calabozos. Históricamente, fueron célebres los de la Torre de Londres, la Bastilla de París, el castillo francés de If o los Piombi (plomos, en italiano, por el material que recubría la estancia) del Palacio Ducal de Venecia, a donde se accedía por el Puente de los Suspiros, que por aquel entonces era más siniestro que romántico, a pesar de que el célebre seductor Giacomo Casanova lo cruzara para rendir cuentas por sus aventuras.
En aquellos lóbregos, infectos e insalubres subterráneos se encerraba a quienes habían cometido algún comportamiento que la autoridad consideraba delictivo pero nunca se concibieron como las actuales celdas sino como un lugar temporal y preventivo donde se confinaba al reo, custodiándolo simplemente hasta que confesara (generalmente, tras sufrir atroces tormentos; en cuyo caso, lo más probable es que, si lograba sobrevivir a las torturas, su destino final fuese el patíbulo); aunque también podía salir de prisión tras abonar una pena pecuniaria (como le sucedió al padre de Charles Dickens en la prisión londinense de Marshalsea) o, simplemente, pagar el correspondiente impuesto a los guardias carceleros o al propio alcaide (que por aquel entonces no cobraban ningún sueldo del Estado, como denunció John Howard a mediados del XVIII, sino que malvivían de extorsionar a los reclusos y sus familias).
En el caso particular de España, al regular quantas maneras son de pena, el rey Alfonso X el Sabio confirmó esa temporalidad de la reclusión al dictaminar, en el siglo XIII, que la carçel no es dada (…) mas para guardar los presos tan solamente en ella fasta que sean iudgados. A tenor de esta legislación podemos deducir que, en las prisiones medievales castellanas, los reclusos permanecían en custodia el tiempo necesario para ser juzgados: de donde podían salir libres, dirigirse al cadalso o, si tenían mejor fortuna, escapar de la horca padeciendo alguna pena infamante que los pusiera en deshonra en la picota (…) faziéndolo estar al sol, untándolo de miel porque lo coman las moscas o ser açotado o ferido paladinamente por yerro para escarmentar a los furtadores y robadores publicamente con feridas de açotes o de otra guisa de manera que sufran pena y verguença [Ley IV del Título XXXI de la VII Partida; anteriormente, la ley VII del Título XXIX especificaba como deven guardar el preso hasta que sea iudgado].
Esa estancia temporal de los presos en una celda fue la práctica habitual en distintas civilizaciones del mundo antiguo: los mandarines chinos administraban la justicia en nombre del emperador en una construcción denominada yamen –que hoy en día se asemejaría a un edificio de usos múltiples– donde juzgaban, custodiaban a los presos hasta resolver su causa e incluso residían con su familia; en la Roma del s. IV a.C., los generales enemigos derrotados eran confinados en la cárcel Mamertina hasta que se les ejecutara en público durante un desfile triunfal; mientras que a los esclavos se les recluía en las ergástulas, como la de Astorga (León); los griegos recurrían a las latomías, profundas canteras que eran empleadas como prisiones [el prototipo fue la Oreja de Dionisio, en Siracusa (Sicilia, Italia), que entonces formaba parte de la Magna Grecia]; y, si nos remontamos a las leyes mosaicas, el Génesis [Gn. 39, 20] también menciona reiteradamente las cárceles de los egipcios al narrar la vida del patriarca José cuando Putifar, eunuco del faraón y general de sus tropas, mandó meterlo en la cárcel, en que se guardaban los reos de delitos contra el rey.
Bibliografía
Valladolid (Castilla y León | España 1969).
Escritor (director de Quadernos de Criminología | redactor jefe de CONT4BL3 | columnista en las publicaciones La Tribuna del Derecho, Avante social y Timón laboral | coordinador de Derecho y Cambio Social (Perú) | colaborador de noticias.juridicas.com); ha publicado en más de 600 ocasiones en distintos medios de 19 países; y jurista [licenciado en derecho y doctorando en integración europea, en el Instituto de Estudios Europeos de la Universidad de Valladolid | profesor de derecho constitucional, política criminal y DDHH (UEMC · 2005/2008)].
Sus últimos libros son Las malas artes: crimen y pintura (Wolters Kluwer, 2012) y Con el derecho en los talones (Lex Nova, 2010).
Este blog te acercará a lo más curioso del panorama criminológico internacional de todos los tiempos; y, si quieres conocer otras anécdotas jurídicas, puedes visitar el blog archivodeinalbis.blogspot.com