Resumen
Miro la foto del profesor español Antonio Calvo publicada en la página 18 del suplemento "Domingo" del diario El País del 1 de mayo de 2011. Ya sé que las apariencias engañan pero desde niño tengo por afición fijarme en la gente para, a partir de una primera impresión, intentar formarme una opinión sobre ella. En muchas ocasiones acierto y en otras la cago lamentablemente, pero no puedo sustraerme a este íntimo ejercicio lúdico- psicológico.
Artículo completo
El profesor Antonio Calvo aparenta unos 45 años de edad, quizá alguno más. Sencillo en el atuendo y frugal en su alimentación, parece heredero de la cultura juvenil de finales los años 70 y la primera mitad de los 80. En su juventud debió rebelarse en sus adentros contra la Guerra de Vietnam, lamentó no estar en París en 1968, escuchaba casi con devoción a los Rolling Stones, a The Dorrs y a Pink Floyd, devoraba la poesía transgresora de Rimbaud y se pasaba tardes enteras en el cine viendo pelis como "La escalera de Jacob", "Los cuatrocientos golpes" o "El muro" en sesión continua. Probablemente, de vez en cuando fumaba maría con sus amigos idealistas y asistiría a algún mitin multitudinario de Felipe González y Alfonso Guerra cuando vestían americanas de pana, lucían greñas despeinadas y gritaban puño en alto "OTAN no, yanquis fuera".
Cuando maduró, se volvió algo más conservador. Normal, nos pasó a todos. Le costó mucho conseguir una plaza de profesor de de Lengua española en la Universidad de Princeton en Estados Unidos. Desde el primer momento conectó con sus alumnos. Su carisma arrebatador, su aire intelectual y su empatía juvenil le hacía acreedor de la admiración de sus jóvenes pupilos prácticamente desde el primer día.
Pero fueron pasando los meses, los años, y resulta que el profesor Antonio Calvo fue testigo directo del cambio que los jóvenes estaban experimentando. Ya no preguntaban en clase, ya no debatían ni organizaban cine-forums. Ya no leían a los pensadores de la edad antigua ni de la edad moderna ni de la edad contemporánea. Les importaba un rábano Platón, Aristóteles, Voltaire o Nietzsche. Lo único que leían eran las bazofias sobre vampiros adolescentes, naift y falsos románticos que arrasaban en las listas de ventas. Cuando iban al cine lo único que les llamaba la atención eran los efectos especiales, el sonido dolby sourraund, la imagen en 3-D y que hubira sitio en la butaca para dejar el comby de palomitas.
Los alumnos del profesor Antonio Calvo pasaban olímpicamente de la política, jamás compraban un periódico y vivían de lunes a jueves con el pensamiento puesto en lo que iban a hacer el finde. Ejercitaban a diario todo su cuerpo, todo excepto la parte más importante del mismo, el cerebro. Entre hamburguesas con pepinillo y patatas fritas asistían impávidos a la hambruna del tercer mundo y celebraban las ejecuciones en la silla eléctrica o con la inyección letal de los asesinos en serie condenados a muerte. Ahora bien, no llevaban cazadoras de piel porque protestaban por el maltrato animal.
El profesor Antonio Calvo ya no concectaba con esta generación. Cada noche, cuando llegaba del trabajo a su apartamento en Manhattan pensaba que el mundo, la vida, le estaba sobrepasando. Incluso se sentía culpable por no saber inculcar a sus alumnos los valores que habían asentado su existencia desde su adolescencia. La situación era ya insostenible. Los alumnos más veteranos se habían quejado repetidamente a la dirección del Departamento de Lengua y Cultura Española y Portuguesa. Tocaba renovar su contrato con la universidad. La presión de estos alumnos malcriados y exponentes de la asquerosa postmodernidad que castiga nuestro primer mundo era ya insoportable. En clase y fuera de clase le hacían la vida imposible. Había perdido por completo no sólo su carisma sino su autoridad. Era una paradigmática víctima del mobbing definido por el sueco Heinz Leymann, la francesa Marie-France Hirigoyen y el español Iñaki Piñuel y Zabala y que en España ha sido tipificado como delito….. en la reforma del Código Penal de 2010.
La Universidad no sabía como quitárselo de enmedio. Los padres de la criaturas pagaban una millonada para que sus diabólicas y postmodernas criaturas obtuviesen una licenciatura y la universidad, como empresa privada que es, no admitía riesgos para su negocio mercantil. Al profesor le abrieron un expediente, le quitaron las llaves de su despacho y le cerraron su cuenta de correo electrónico. El 11 de abril de 2011 estaba citado formalmente para exponer oralmente sus alegaciones contra no sabe qué porque la universidad mantiene en secreto las imputaciones contra el profesor. Antonio Calvo no se presentó a la cita, consideró el silencio y su inasistencia como las mejores alegaciones contra la injusticia y la estupidez. Al día siguiente, en su apartamento de Manhattan, se dio por vencido. Llegó a la conclusión de que no podía luchar contra la postmodernidad pseudo-urbanita, naift e infantiloide instalada en una generación perdida no ya en el pensamiento único sino en la ausencia de pensamiento. Se acercó a la cocina, cocina americana por supuesto. Cogió un gran cuchillo y se cortó las venas y el cuello. Su sangre, esparcida por toda la casa, no fue apetecida por ningún personaje del agilipollado "Crepúsculo" que llena nuestras librerías. La sangre del profesor Antonio Calvo estaba reservada para el auténtico Drácula, el de Brian Stoker. El único. En la foto publicada en el períodico, detrás de las gafas, se adivina una mirada triste y cansada.