Resumen
Conocí a Carlo en el bar en el que trabajaba su novia. Bajo el manto de murmullos que conformaban las conversaciones del resto de parroquianos (el bar estaba a rebosar, pero todo el mundo charlaba en voz baja, como si estuvieran en un museo), le conté a Carlo algo de mí. Él, a cambio, me contó algo de sí. Nacido en Florencia, pasó una infancia algo delicada debido a su situación familiar. No hablamos de una familia desestructurada al uso, sino de un historial de maltrato que aun hoy, a sus veintitantos años, le pesa. Previsor y prudente, Carlo se pasó toda su adolescencia ahorrando cuanto se le diera, y en cuando llegó el momento, preparó su estancia en Milán, al lado de la universidad a la que deseaba acceder. Actualmente vive en una pequeña ciudad cerca de Milán, trabajando a media jornada en un restaurante cuya especialidad aborrezco (los percebes), pero en breve presentará la carta de dimisión para empezar a trabajar en otra parte.
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Cuando nos volvimos a ver, le pedí que me contara su historia de caída y resurgimiento, aunque según él careciera de epicidad y efectos especiales.
Carlo ingresó en la Universidad de Milán hará ya unos cuantos años. Allí cursó estudios de Ciencias políticas y sociales, teniendo claras sus ambiciones tanto académicas como profesionales. Carlo esperaba, como futuro analista político, desgranar los entresijos de las relaciones entre estados árabes y europeos. Tal era su ambición, y tal debería ser ahora.
Cuatro años más tarde, Carlo se encontró en la recta final de su carrera, una carrera que compaginó con un empleo de salario por debajo de lo legalmente estipulado, pero que jamás rechazó. No lo rechazó por miedo. Sus empleadores, que le explotaron hasta límites impresionantes, dibujaron para Carlo un oscuro panorama laboral. “Fíjate en qué crisis económica nos encontramos”, le decían. “Tal y como están las cosas, sería una locura que nos dejaras”.
Carlo sonríe con cierto esfuerzo. Yo diría que le agota sonreír, pero eso no significa que le moleste hacerlo.
De manera paulatina, la angustia se instaló en Carlo. Era como tener una argolla enganchada en su pecho, un peso opresivo que le impedía respirar con tranquilidad. Además de aquella opresión interior, de vez en cuando sentía algo así como una avalancha de sufrimiento caer sobre su cabeza y condicionar su razonamiento: sentimientos de culpa, de inutilidad, de prisa, de temor…
Y entonces, llegó lo peor. A Carlo empezaron a asaltarle pensieri intrusivi.
Los pensamientos intrusivos. Caían sin avisar como una jauría de saqueadores. Entraban, arrasaban y se iban, dejando tras de sí un paisaje desolador en la mente de Carlo. La tristeza, me dijo, no es malsana, porque te hace sentir vivo; la angustia, por el contrario, es un malestar innecesario.
Ese malestar se agudizó con la necesidad de batallar su día a día. Carlo admitió que no es que sufriera muchos conflictos en su trabajo (imagino que debido a su asertividad e inteligencia, a juzgar por cómo me habla), pero que, en cuanto tenía problemas, éstos le afectaban el doble, e incluso el triple.
La angustia le empujó a zambullirse en Internet, a la búsqueda de personas en su situación. Puso su edad, sus estudios, y el término sbocchi professionali en foros, buscadores, páginas de búsqueda de empleo y demás. A su vez, buscó con impresionante perseverancia decenas de estudios que hacer una vez concluyera su carrera. Deambuló de un lado a otro de la red, deseando encontrar una agarradera fiable que le prometiera un trabajo digno y bien remunerado, fuese en Milán, en otra parte de Italia o en el extranjero. Pero no había nada.
Eventualmente, halló algunas ofertas de empleo y realizó unas pocas entrevistas. En la primera, el empleador le ofrecía ciento cincuenta euros mensuales por trabajar cuarenta horas semanales. En la segunda entrevista, se le ofreció una jornada de cuarenta horas semanales a cero euros mensuales. El empleador le dijo “te estoy haciendo un favor, porque conseguirás mucha experiencia a cambio de nada”. El tercero, le ofreció cobrar en negro cuatrocientos euros mensuales por trabajar entre cuarenta y cincuenta horas semanales.
Los pensamientos intrusivos tomaron sus noches por asalto. Un ariete de culpabilidad quebró su mente, y el mensaje que dejó en él fue el de fracaso. En pocos meses, Carlo descubrió que era capaz de llorar desconsoladamente y deambular por la calle con la sensación de que el tiempo se le escurría de entre las manos.
Entre los varios aspectos sintomáticos de la depresión, la agitación del sueño fue especialmente dura para Carlo. El no poder dormir se unía a madrugones indeseados.
Le pregunté qué diferencia había entre lo que sentía y el simple hecho de estar triste, y Carlo pareció muy interesado en la pregunta. Admitió que explicar el proceso depresivo es algo fácil de hacer cuando se padece, y difícil si no se ha pasado por ahí. El sentimiento era el de no sentir deseo por hacer nada placentero, o de hacerlo y no sentir el placer que debiera. No quería escuchar música; no era capaz de echar un partido de fútbol; incluso cuando tuvo unos días de fiesta y visitó a su hermana en Florencia no pudo jugar a la videoconsola con su sobrino. La libido y el deseo sexual eran, literalmente, inexistentes.
“La cosa es que te falta vitalidad”, me decía. “Estás vacío. Intentas llenarte de algo y no hay manera, hay un agujero en ti”. El malestar le agotaba. Lo peor era que no sabía cómo canalizar ese sufrimiento.
Entonces, Carlo pensó en el suicidio.
No fue una idea sesuda, aunque tampoco espontánea. Simplemente, un día cruzó su cabeza el concepto, camuflado en el torbellino de pensamientos intrusivos que a menudo le acechaban. Empezó siendo diminuto, y poco a poco, la idea de quitarse la vida creció en su interior hasta convertirse en una opción y, finalmente, en una posibilidad real.
Por qué arraigó ese pensamiento de manera tan profunda tenía sentido para Carlo. Cuando pensaba en el hecho de acabar con todo, el sufrimiento descendía ligeramente. “Fue terrible”, dijo con gravedad. “Pensaba en ello cada día, cada noche… necesitaba imaginar cómo lo haría para dejar de pensar en lo terrible que era estar vivo”.
Fantaseaba con la idea. Por la noche, imaginaba dónde iría, qué arma usaría, cuánto dinero necesitaría para ello. No quería traumatizar ni molestar a nadie, así que lo haría en un lugar alejado, puede que en un bosque. Usaría un coche, haría antes una llamada y utilizaría un método rápido e indoloro, quizás un arma de fuego. La fantasía, pues, era un mecanismo, un recurso para lidiar con el estrés que le causaba el hecho de estar deprimido. Todos tenemos una lista de mecanismos con los que absorber y combatir eventos estresantes en nuestras vidas, algunos mejores que otros. Carlo encontró uno efectivo y muy peligroso.
Llegó el día en que la fantasía pudo ser una realidad. Había pensado suficiente en ello. El ordenador seguía sin darle las respuestas que buscaba compulsivamente en la red, y todo seguía igual. Había empezado a descender por unas escaleras cada vez peor iluminadas, y en ese momento descubrió que estaba corriendo hacia abajo. Lo único que le impedía dar el paso definitivo fue el saber que convertiría en víctimas de su acción a sus seres queridos.
“yo sabía que me estaba hundiendo cada vez más, que bajaba esas escaleras oscuras muy deprisa”, me dijo. “De repente, vi dos opciones. O seguir bajando a toda pastilla…”. Pregunté si la otra opción era subir esas escaleras.
“No”, respondió riendo suavemente. “La otra opción era aminorar la marcha”. Lo hizo pidiendo ayuda. Habló con su mejor amigo y buscó apoyo psicológico.
El camino hacia la recuperación da para otro artículo, así que avanzaré un poco y omitiré muchos detalles. Finalmente, Carlo superó su depresión. La asistencia psicológica ayudó, por supuesto, igual que fue importante el apoyo de su pareja y amigos (no se lo contó a su familia), aunque el verdadero artífice de la recuperación fue él mismo. Admitió que tuvo que actuar, moverse y trabajar duro, estableciéndose metas cercanas y recompensándose por cada meta conseguida. Eventualmente, el esfuerzo diario le brindó algunos golpes de suerte, el último de ellos una oportunidad laboral mejor.
La superación de esta depresión incluyó un cambio importante en su calidad de vida, y en todos aquellos aspectos que consideraba negativos. Consiguió un empleo mejor, estabilizó sus relaciones y empezó a explotar sus talentos personales.
“La depresión se vence, pero no te abandona del todo”, me contó Carlo. “Es como esos supervillanos de los dibujos animados, ¿sabes? Cuando son derrotados no mueren, se retiran y acechan en las sombras a la espera de una oportunidad para regresar”.
En una charla TED, el joven cómico estadounidense Kevin Breel explicó su experiencia cuando sufrió de depresión. Fue sorprendente, porque parecía que fuera Carlo el que hablara. En aquella charla, Kevin dijo que estuvo muy cerca de cometer suicidio; fue exactamente la misma frase que usó Carlo al hablarme de aquello.
Charla TED de Kevin Breel: http://www.ted.com/talks/kevin_breel_confessions_of_a_depressed_comic
Artículo sobre recursos y habilidades para combatir el estrés (inglés): http://www.ncbi.nlm.nih.gov/pubmed/17716061
Modelo transaccional de estrés y habilidades para enfrentarse a él:
Imagen cedida por freeimages.co.uk:
http://www.freeimageslive.com/galleries/backdrops/abstract/pics/abstractpapernegative5.jpg