Bajo la extensa rúbrica del Derecho a la vida, a la libertad y al disfrute de la propiedad; pena de muerte, no existirá; debido proceso; igual protección de las leyes; menoscabo de contratos; propiedad exenta de embargo, la sección 7 del Art. II de la Constitución del Estado Libre Asociado [ELA] de Puerto Rico, de 1954, establece que se reconoce como derecho fundamental del ser humano el derecho a la vida, a la libertad y al disfrute de la propiedad. No existirá la pena de muerte. Ninguna persona será privada de su libertad o propiedad sin debido proceso de ley, ni se negará a persona alguna en Puerto Rico la igual protección de las leyes. No se aprobarán leyes que menoscaben las obligaciones contractuales. Las leyes determinarán un mínimo de propiedad y pertenencias no sujetas a embargo. A pesar del elocuente tenor literal de este precepto –claramente abolicionista– el peculiar marco jurídico de esta isla caribeña ha generado una singular anomalía que permite la ejecución de una persona.
Puerto Rico, como ya sabemos, no es un Estado independiente; su poder político emana del pueblo y se ejercerá con arreglo a su voluntad –como proclama el Art. I.1 de su ley fundamental– pero dentro de los términos del convenio acordado entre el pueblo de Puerto Rico y los Estados Unidos de América. En ese contexto, el 3 de julio de 1950, durante el gobierno de Harry Truman, el Senado y la Cámara de Representantes de los Estados Unidos de América, reunidos en Congreso, decretaron la denominada Ley 600, con el carácter de un convenio, de manera, que el pueblo de Puerto Rico pueda organizar un gobierno basado en una constitución adoptada por él mismo; previendo que dicha disposición se sometería, para su aceptación o rechazo, a los electores capacitados de Puerto Rico por medio de un referéndum en toda la isla que deberá celebrarse de acuerdo con las leyes de Puerto Rico. Al aprobarse esta Ley por una mayoría de los electores que participen en dicho referéndum, la Asamblea Legislativa de Puerto Rico queda autorizada para convocar una convención constitucional que redacte una constitución para dicha Isla de Puerto Rico. Dicha constitución deberá crear un gobierno republicano en forma y deberá incluir una carta de derechos (donde, como señalamos al inicio de este in albis, se prohibió la pena de muerte). Finalmente, aquel referéndum se celebró el 3 de marzo de 1952 [374.649 boricuas votaron a favor y 82.923 en contra] y el 25 de julio de aquel mismo año se proclamó la vigencia del Estado Libre Asociado de Puerto Rico.
Desde un punto de vista histórico, la última vez que la justicia puertorriqueña ejecutó a un reo ocurrió el 3 de agosto de 1917, cuando se ahorcó a Rufino Izquierdo. Sucedió el mismo año en que Washington aprobó la Ley para proveer un gobierno civil para Puerto Rico y para otros fines [la llamada Acta Jones o Ley de Relaciones Federales con Puerto Rico] cuyo Art. 2 declaraba que no se pondrá en vigor en Puerto Rico ninguna ley que privare a una persona de la vida, libertad o propiedad sin el debido procedimiento de ley.
La anomalía jurídica surge cuando una persona comete, en Puerto Rico, una de las conductas delictivas previstas en la Federal Death Penalty Act estadounidense, de 1994; si ese hecho –por ejemplo, un homicidio intencionado– se califica como delito federal y el acusado es encontrado culpable, su condena podría ser la pena de muerte aunque la Constitución boricua la haya proscrito. Como han señalado Juan Alberto Soto y Juan Carlos Rivera, la intención del Congreso [de EE.UU.] es clara al hacer aplicable la pena de muerte a Puerto Rico (…) Los recursos legales han sido agotados, las organizaciones en contra de la aplicación de la pena de muerte en la Isla han llevado el asunto hasta el más alto foro interpretativo, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, y el asunto le fue resuelto en contra [se refiere al caso Acosta Martínez vs U.S., de 2002). En su opinión, resulta imperativa una intervención del Congreso en donde se fijen los parámetros sobre los cuales se determinará la aplicación de una ley federal a Puerto Rico.
Valladolid (Castilla y León | España 1969).
Escritor (director de Quadernos de Criminología | redactor jefe de CONT4BL3 | columnista en las publicaciones La Tribuna del Derecho, Avante social y Timón laboral | coordinador de Derecho y Cambio Social (Perú) | colaborador de noticias.juridicas.com); ha publicado en más de 600 ocasiones en distintos medios de 19 países; y jurista [licenciado en derecho y doctorando en integración europea, en el Instituto de Estudios Europeos de la Universidad de Valladolid | profesor de derecho constitucional, política criminal y DDHH (UEMC · 2005/2008)].
Sus últimos libros son Las malas artes: crimen y pintura (Wolters Kluwer, 2012) y Con el derecho en los talones (Lex Nova, 2010).
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