Resumen
“Matamos tres de acá, tres de allá” (1). Con esta frialdad, los dos enfermeros detenidos en Montevideo han descrito cómo asesinaban a los pacientes en los hospitales donde cada uno de ellos trabajaba por su cuenta.
Todo comenzó en enero de 2012, cuando las autoridades policiales comenzaron a investigar una serie de muertes de origen muy dudoso que se producían regularmente en el Hospital Maciel y en el CTI Neuroquirúrgico de la Asociación Española Primera de Socorros Mutuos. Las pruebas que fueron recopilando señalaban inequívocamente a dos enfermeros de 49 y 36 años de edad, respectivamente, por lo que el 17 de marzo se procedió a su detención.
Artículo completo
Según la confesión de ambos, ninguno de ellos conocía al otro personalmente, aunque sí estaban al tanto de lo que hacían en sus respectivos centros de trabajo. En un primer momento, los encargados de la investigación creyeron que los enfermeros llevaban al menos "un par de años" inyectando morfina y aire a los pacientes que estaban en fase terminal para acelerar su muerte, pero ahora se piensa que las víctimas de ambos asesinos pueden ser más de 200 y que muchas de ellas no presentaban cuadros de enfermedad grave y mucho menos terminal. Esta hipótesis la lanzaron, sin duda alguna, porque los detenidos confesaron haber actuado por compasión, administrando esa morfina a los pacientes para “aliviar su sufrimiento”. Sin embargo, cualquiera que conozca mínimamente el mundo de los llamados ángeles de la muerte sabe de la falsedad de ese sentimiento.
Por ángel de la muerte se conoce a un tipo muy concreto de asesino serial, caracterizado por ser un profesional de la sanidad que, durante el servicio de sus funciones, se dedica a matar a pacientes sirviéndose de los fallos en la seguridad sobre su persona y del abundante material sanitario que tiene a su alcance. En España tenemos un caso muy conocido, el del celador de Olot.
Este hombre, llamado Joan Vila y de 45 años de edad, fue detenido el pasado 18 de octubre en la localidad de Olot sospechoso, en un primer instante, de haber envenenado a un anciano en la residencia geriátrica La Caritat, donde trabajaba como celador.
Pero como sucedió con los dos enfermeros uruguayos, ya en comisaría confesó ser el autor de muchas más muertes, en su caso de 11. Gracias a su confesión, los Mossos d´Esquadra han descubierto que obligaba a sus víctimas a ingerir un líquido abrasivo, probablemente lejía, que acababa en pocas horas con sus vidas. La defunción quedaba constatada como “muerte natural” por la avanzada edad de los pacientes y de ese modo él quedaba impune. También como en el caso de los dos enfermeros uruguayos, Joan Vila declaró haber actuado “por amor” y “compasión”.
NO HAY COMPASIÓN
Ahora bien, ¿cuál es la verdad tras estos casos? La primera conclusión a la que debemos llegar es que los ángeles de la muerte mienten cuando hablan de actuar “por amor” o “por compasión” hacia sus víctimas. Y es así, porque basta echar una mirada a los historiales clínicos de esas víctimas para descubrir que no todos ellas presentaban enfermedades graves y que, ni mucho menos, habían expresado sus deseos de que les aplicara la eutanasia. En este sentido, que un ángel de la muerte afirme que sus víctimas deseaban morir, responde más bien a su deseo interno de ver a esas personas agonizar.
Además, ¿qué persona inyectaría aire en las venas o haría ingerir lejía a otra persona por compasión y para aliviar el sufrimiento? No se me ocurre agonía más terrible que sentir cómo la lejía te quema poco a poco la garganta y el estómago, sin que nadie pueda ayudarte. Eso no es compasión, simplemente es sadismo.
Por este motivo, sorprenden los resultados de los psiquiatras que evaluaron a Joan Vila, decretando que “la motivación criminal, la negación o el desprecio no voluntario de los hechos, de su gravedad y de su trascendencia no permite asimilar directamente la conducta posiblemente delictiva a un perfil determinado de homicida”. Añadiendo además que no se observan "motivaciones relacionadas con el poder, el control o la vitalidad, específicas de conductas seriales clásicas". (2) Parece ser que estos psiquiatras no tuvieron en cuenta que la autopsia realizada sobre una de sus víctimas demostró que el asesino tuvo que pelear con ella para obligarla a ingerir la lejía que acabó con su vida. Así lo reflejaron las quemaduras que la mujer presentaba en su cuello, evidencia de que, o bien escupió la lejía o que ésta se resbaló por su cara cuando Joan Vila la obligaba a tragarla. También el moratón que tenía en un ojo indicaba que el asesino la había golpeado, seguramente para vencer su resistencia hacia la agresión.
Personalmente creo que aún nos queda mucho por saber sobre el mundo de los asesinos seriales y que la necesidad de contar con expertos en la materia se está volviendo realmente imperiosa.
Que los ángeles de la muerte se escuden en la compasión para defender sus crímenes es una treta en la que no podemos volver a caer. Yo, al menos, no conozco aún un solo caso de asesino serial en el que esta afirmación se corresponda con la realidad.
Como afirma el profesor Vicente Garrido, “cuando los ángeles de la muerte actúan lo hacen por diversos móviles” (3), y la compasión nunca está dentro de ellos. Pueden matar por considerar a la víctima molesta, una losa para su quehacer diario; la pueden matar por venganza, quizá por algún agravio anterior; la pueden matar por considerarla inmerecedora de la vida, para sentirse ellos una especie de Dios, dador de la vida y de la muerte o, simplemente, por dinero. Descubrir cuál es el móvil en estos supuestos dependerá de la relación establecida entre la víctima y su asesino y del estado anímico y psíquico de este último, lo que obligará a analizar cada caso por separado.
Quizá el ángel de la muerte más famoso sea el inglés Harold Shipman, afable médico de familia que trabajaba en la localidad de Hyde, cerca de Manchester. Durante 15 años y de forma ininterrumpida, fue acabando con la vida de muchos de sus pacientes. De tal modo que, cuando se le detuvo en el año 2000, confesó haber matado a más de 200 ancianos con inyecciones de morfina y diamorfina. Nuevamente, la compasión y la caridad fueron las razones esgrimidas por el doctor Shipman para defender sus crímenes. Pero en este caso nadie le creyó y Shipman fue condenado a cadena perpetua, suicidándose en su celda el 13 de enero de 2004.
Lo más sobrecogedor de este caso fueron esos 15 años de total impunidad. Y quizá hubieran sido más, sino fuese porque se descubrió que había falsificado el testamento de una de sus víctimas, lo que puso a la Policía tras su pista.
FALLOS DE PROTOCOLO
También de forma semejante actuaba un compatriota suyo llamado Benjamin Geen. El 10 de mayo de 2006 fue condenado a 30 años de cárcel por asesinar a dos personas e intentarlo con otras 15. Geen era enfermero en el Hospital General Horton de Oxfordshire y su modus operandi consistía en inyectar drogas, relajantes musculares y sedantes a las víctimas, provocándoles la parada de los músculos respiratorios.
Lo que todos estos casos han puesto en evidencia es la alarmante falta de control sobre los profesionales sanitarios y sobre los protocolos de actuación en los casos de muerte dentro de los hospitales y centros de salud. Y pongo varios ejemplos.
Una de las primeras personas que sospechó sobre la actuación de Harold Shipman fue Alan Massey, dueño de una funeraria. Cuando esta persona acudía a recoger los cadáveres de los ancianos a los que atendía el doctor, observaba que estos se encontraban casi siempre bien vestidos y sentados en sillas o en sofás, lo que no indicaba presencia de una enfermedad grave. Si hubiera sido así, lo más lógico es que los ancianos estuvieran encamados y con el pijama puesto.
Fue la hija de Alan Massey la que alertó a la Policía, comunicándole sus sospechas, pero ésta no comprobó los antecedentes del doctor, en los que figuraban varias condenas antiguas por falsificación y adicción a los opiáceos. Si lo hubieran hecho, seguramente el caso hubiera tomado otros derroteros, pero al no hacerlo, el doctor Shipman continuó matando. No solo eso. La hija de Alan Massey también contactó con la doctora Susan Booth para investigar juntas los historiales clínicos de las víctimas de Shipman. Sorpresivamente, ambas constataron que en todos ellos aparecían enfermedades graves, muchas de ellas mortales. Lo que no supieron es que Shipman falseaba esos historiales para amparar sus asesinatos y que los auténticos reflejaban la buena salud de las víctimas. ¿Tan fácil era penetrar en esos historiales médicos y modificarlos al antojo personal? Shipman demostró que sí.
Respecto al celador de Olot, la investigación demostró que éste se servía de la ausencia de enfermeras y de médicos en su turno de los fines de semana y festivos a la noche, para matar con impunidad. Algo amparado por la normativa autonómica catalana, que no obliga a que haya presencia de personal clínico en esos turnos. Pero es que, además, todo indica que los médicos certificaban las muertes de las víctimas del celador sin examinar los cuerpos, contradiciendo, ahora sí, las normas del protocolo.
Más extraño aún es que a nadie le extrañase que solo hubiera muertos durante el turno de Joan Vila o, en el caso del doctor Shipman, que la tasa de muertos que presentaban sus pacientes quintuplicara a la de cualquier otro médico local.
Personalmente, creo que los cambios para prevenir hechos futuros semejantes deben llegar por dos vías. Primero, actualizando y aplicando los protocolos de actuación en los hospitales, respecto a las muertes de los pacientes y las denuncias de malos tratos hacia el personal sanitario. Segundo, restringiendo el acceso a los medicamentos y al material sanitario a personal cualificado y que este personal cualificado supervise siempre el empleo de estos materiales y medicamentos en sus subordinados. Y, tercero, sometiendo a los empleados y profesionales sanitarios a exámenes psiquiátricos y a un exhaustivo estudio de su historial penal.
Porque no es lógico que el doctor Shipman tuviera licencia para ejercer libremente con sus antecedentes o que Joan Vila lograra un puesto de tanta responsabilidad, pese a llevar 20 años con asistencia psiquiátrica por su cuadro de ansiedad y depresión.
Será tarea de nosotros, los criminólogos y especialistas en el mundo del crimen, abogar porque los ángeles de la muerte sean tratados como lo que son, unos asesinos en serie, y porque los protocolos de actuación sanitarios recojan esta realidad entre sus páginas para evitar futuros casos.
Europa Press. 22/03/2012
El País. 12/07/2011
Perfiles criminales. Vicente Garrido. Ariel, 2012.
Bibliografía
Janire Rámila es Criminóloga y licenciada en Derecho. Autora de los libros "La maldición de Whitechapel", "La ciencia contra el crimen" y "Depredadores humanos". Colabora habitualmente con diversos medios de comunicación españoles sobre temas criminológicos y es cofundadora de la empresa www.grupodetecta.es, cuya tarea principal es acercar la Criminología a la sociedad para convertirla en una ciencia útil y cercana.
También de forma semejante actuaba un compatriota suyo llamado Benjamin Geen. El 10 de mayo de 2006 fue condenado a 30 años de cárcel por asesinar a dos personas e intentarlo con otras 15. Geen era enfermero en el Hospital General Horton de Oxfordshire y su modus operandi consistía en inyectar drogas, relajantes musculares y sedantes a las víctimas, provocándoles la parada de los músculos respiratorios.
Lo que todos estos casos han puesto en evidencia es la alarmante falta de control sobre los profesionales sanitarios y sobre los protocolos de actuación en los casos de muerte dentro de los hospitales y centros de salud. Y pongo varios ejemplos.
Una de las primeras personas que sospechó sobre la actuación de Harold Shipman fue Alan Massey, dueño de una funeraria. Cuando esta persona acudía a recoger los cadáveres de los ancianos a los que atendía el doctor, observaba que estos se encontraban casi siempre bien vestidos y sentados en sillas o en sofás, lo que no indicaba presencia de una enfermedad grave. Si hubiera sido así, lo más lógico es que los ancianos estuvieran encamados y con el pijama puesto.
Fue la hija de Alan Massey la que alertó a la Policía, comunicándole sus sospechas, pero ésta no comprobó los antecedentes del doctor, en los que figuraban varias condenas antiguas por falsificación y adicción a los opiáceos. Si lo hubieran hecho, seguramente el caso hubiera tomado otros derroteros, pero al no hacerlo, el doctor Shipman continuó matando. No solo eso. La hija de Alan Massey también contactó con la doctora Susan Booth para investigar juntas los historiales clínicos de las víctimas de Shipman. Sorpresivamente, ambas constataron que en todos ellos aparecían enfermedades graves, muchas de ellas mortales. Lo que no supieron es que Shipman falseaba esos historiales para amparar sus asesinatos y que los auténticos reflejaban la buena salud de las víctimas. ¿Tan fácil era penetrar en esos historiales médicos y modificarlos al antojo personal? Shipman demostró que sí.
Respecto al celador de Olot, la investigación demostró que éste se servía de la ausencia de enfermeras y de médicos en su turno de los fines de semana y festivos a la noche, para matar con impunidad. Algo amparado por la normativa autonómica catalana, que no obliga a que haya presencia de personal clínico en esos turnos. Pero es que, además, todo indica que los médicos certificaban las muertes de las víctimas del celador sin examinar los cuerpos, contradiciendo, ahora sí, las normas del protocolo.
Más extraño aún es que a nadie le extrañase que solo hubiera muertos durante el turno de Joan Vila o, en el caso del doctor Shipman, que la tasa de muertos que presentaban sus pacientes quintuplicara a la de cualquier otro médico local.
Personalmente, creo que los cambios para prevenir hechos futuros semejantes deben llegar por dos vías. Primero, actualizando y aplicando los protocolos de actuación en los hospitales, respecto a las muertes de los pacientes y las denuncias de malos tratos hacia el personal sanitario. Segundo, restringiendo el acceso a los medicamentos y al material sanitario a personal cualificado y que este personal cualificado supervise siempre el empleo de estos materiales y medicamentos en sus subordinados. Y, tercero, sometiendo a los empleados y profesionales sanitarios a exámenes psiquiátricos y a un exhaustivo estudio de su historial penal.
Porque no es lógico que el doctor Shipman tuviera licencia para ejercer libremente con sus antecedentes o que Joan Vila lograra un puesto de tanta responsabilidad, pese a llevar 20 años con asistencia psiquiátrica por su cuadro de ansiedad y depresión.
Será tarea de nosotros, los criminólogos y especialistas en el mundo del crimen, abogar porque los ángeles de la muerte sean tratados como lo que son, unos asesinos en serie, y porque los protocolos de actuación sanitarios recojan esta realidad entre sus páginas para evitar futuros casos.
Europa Press. 22/03/2012
El País. 12/07/2011
Perfiles criminales. Vicente Garrido. Ariel, 2012.
Bibliografía
Janire Rámila es Criminóloga y licenciada en Derecho. Autora de los libros "La maldición de Whitechapel", "La ciencia contra el crimen" y "Depredadores humanos". Colabora habitualmente con diversos medios de comunicación españoles sobre temas criminológicos y es cofundadora de la empresa www.grupodetecta.es, cuya tarea principal es acercar la Criminología a la sociedad para convertirla en una ciencia útil y cercana.