Resumen
El número de septiembre del journal Criminal Justice Review[1] (uno de los más prestigiosos en el mundo sobre criminología) trae un artículo curioso. Dos destacados autores (Farrington y Cohn) entregan una nueva versión del Quién es quién en la criminología mundial, que en este caso quiere decir la anglosajona. El paper cuenta quiénes fueron los autores más citados el año 2005 en 20 revistas criminológicas norteamericanas e internacionales, que ahora quiere decir Europa más Australia. Luego, el trabajo compara este ranking con las versiones de 1990, 1995 y 2000. Una de las constataciones adicionales que realizan se refiere al impacto en las políticas públicas que han tenido los autores más citados. Enumeran diferentes iniciativas en distintos países del mundo que tuvieron su origen en estas investigaciones.
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Nada de lo anterior es posible decirlo de la criminología de mi país, Chile, y, me temo, de la gran mayoría de los países hispanoparlantes. De partida, no tenemos en mi país, una revista de criminología indexada (es decir, con estándares de cierta seriedad científica). Curioso si consideramos que los delitos llevan veinte años entre las 3 o 4 principales preocupaciones de la ciudadanía en las diversas encuestas de opinión. En la región, al menos en la base de datos scielo no aparece tampoco ninguna revista indexada de criminología. Hay numerosos artículos publicados en revistas de derecho, sociología, psicología y otras disciplinas, pero no contamos con una publicación establecida con el carácter científico de las anglosajonas. Diversas instituciones públicas y privadas, nacionales e internacionales, por cierto, contribuyen al desarrollo de la disciplina, pero, repito, carecemos de siquiera un journal sudamericano de criminología según estándares internacionales.
En segundo lugar, pese a que contamos con investigadores con formación criminológica en el extranjero, las políticas públicas en seguridad pública suelen carecer de evidencia. Y por evidencia, no quiero decir “un estudio x” sino un conjunto de investigaciones, cuantitativas y cualitativas. Estas investigaciones no son, por cierto, equivalentes, a los análisis internos que hacen las instituciones públicas, muy valiosos para otros fines. Las investigaciones deben cumplir determinados niveles de rigurosidad y credibilidad. Los mismos estándares que se aplican – o debieran aplicarse- al evaluar una tesis de postgrado.
Tomemos el ejemplo paradigmático de estas semanas en Chile. El presidente anuncia la “reforma a la reforma” y, luego, informa que hay un equipo en el Ministerio de Justicia trabajando hace un tiempo. ¿Sobre qué evidencia se articula esta reforma? No se sabe. Parece que sobre la molestia en la opinión pública por recientes decisiones judiciales.
En medicina y salud pública, consideraríamos una grave falta ética tomar decisiones sobre la salud de la población que no contasen con el respaldo de la sociedad de especialistas respectiva y con una abundante bibliografía de apoyo. Es lo que se denomina la medicina basada en la evidencia.
En economía, sin ir más lejos, el ministro de Hacienda de mi país está entre los economistas más citados y nadie imagina que sus decisiones queden entregadas a su olfato o experiencia sino al análisis de diversas variables, según las publicaciones especializadas en economía.
Pero en seguridad pública –y en otras áreas de nuestras políticas públicas- las decisiones se adoptan sin un cuerpo de evidencias que las sostengan. Y sin evidencia, sin estudios empíricos, sin relatos de vida, sin estudios de casos, sin análisis estadísticos, sin propuestas teóricas, lo que nos queda es la ideología y el olfato. Y ambos recursos deberían estar prohibidos en las políticas públicas.
Un documento interno ministerial puede ser un muy buen punto de partida para una reflexión -siempre que se haga público-, puede levantar temas, proponer prioridades, entregar información estadística o presupuestaria, pero no exime a la autoridad de ofrecer evidencia que responda simples preguntas: ¿cuál es el problema? ¿cuál parece ser la causa? ¿cuáles podrían ser las soluciones? ¿cuánto cuestan? ¿cómo deberían implementarse? ¿Cómo sabremos si lo logramos y que haremos en caso contrario? Lo mismo que cualquier vecino le pregunta a su doctor cuando le informan de una enfermedad de importancia.
Este grave defecto, por cierto, no es exclusivo patrimonio del actual gobierno. Es una marca registrada que llevamos desde hace muchos años. Hay esfuerzos aislados cada cierto tiempo por introducir cambios en la dirección que plantea esta columna pero suelen responder a compromisos personales de investigadores que alcanzan puestos directivos en el gobierno y duran lo que dura dicha autoridad.
Por mientras, el olfato guiará la mano dura. Una pobre forma de tomar decisiones.
Bibliografía
Esposo, padre, lector, abogado. Entré en 1991 a la Cárcel de Puente Alto y nunca más salí de las cárceles, de la infancia vulnerada. Trabajé en el Hogar de Cristo por 10 años en defensa de niños presos, y luego en Corporación Opción. Fui Jefe del Departamento de Menores del Ministerio de Justicia entre el 2004 y el 2008, y me correspondió ser parte del equipo que tramitó la ley de responsabilidad penal adolescente. Del 2008 a febrero del 2010 fui director de Fundación Tierra de Esperanza, institución que trabaja en reinserción y tratamiento de rehabilitación de drogas, y de marzo a octubre del 2010 fui director nacional del Sename.