Resumen
Hay días y días. Muchas clases de días. Los que marcan son los principales, los que no se pueden olvidar. En nuestras vidas tenemos días que por la alegría que algo nos reporta no pueden ser olvidados nunca. Los hay que, por el contrario, viven siempre en nuestro recuerdo con pena, tristeza o nostalgia. Y finalmente están los que marcan “un antes y un después” en nuestras existencias. Todos tenemos de los tres.
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Desde junio de 2005 mi alegría es diaria: nació mi hijo y son felices todos los segundos que Dios me permite permanecer junto a él. La pena y el dolor llegaron después, en abril de 2009: sé que siempre estás conmigo, mamá. Pero “mi antes y mi después”, el día que me cambió la vida, se personó en 2007. El destino trazó su plan bajo el sol de agosto. No me cabe duda, cuando me desperté aquella mañana ya estaban las cartas encima de la mesa, aunque yo iniciara la partida definitiva a las cinco de la madrugada del día siguiente. El crupier de mi destino me dio cartas para que matutinamente pudiera correr, actividad físico-deportiva que me acompañó, hasta esa mañana, desde los años ochenta. Por la tarde, al ir ganando la partida, pude practicar natación, actividad en la que llevaba semanas haciendo mis pinitos. Y por la noche, justo antes de ir a levantar las cartas del paño de juego, amé. Parecía una jugada perfecta. Hice todo lo que me gustaba y necesitaba y luego me fui a trabajar, mi adición por aquel entonces.
Pero no, la cosa no había hecho más que empezar. La partida estaba aún en ciernes. La jugada final se iba a desarrollar en el casino de la calle, donde de verdad uno se juega el destino. La mano que me dio el repartidor estaba marcada. Me hicieron trampas. No regresé con los míos en muchos días, pero volví. Eso sí, roto y atornillado. Recompuesto. Transcurrieron muchos meses hasta que volví a nadar y jamás he vuelto a correr. Amar, bueno, lo que me dejan. Pero nada ha sido igual. Nada, en todo. Estas cosas, como la propia vida, nunca salen gratis. Hablo del compromiso desmedido por lo que se es y representa, policía en mi caso. Me refiero a la entrega de la defensa del bien común. Estamos hablando de la protección de los derechos y libertades, de ir contra unos pocos para que unos muchos puedan vivir mejor y más seguros. No nos quieren casi nunca, pero nos necesitan siempre. Hoy me insultan y me tiran piedras, pero mañana, o tal vez antes, esos mismos invocarán el “¡socorro, policía!”. Hay quien incluso desea nuestra eliminación olvidando que somos hijos, padres y maridos, algunos también hermanos. En fin, que pertenezco a la profesión más sacrificada, bonita, pisoteada, criticada y malentendida del mundo. Soy, como ya dije, un servidor público. No me quiera, da igual, pero llámeme si necesita que alguien lo dé todo por usted o por sus derechos. Le recuerdo que soy policía.
Hoy juego en la vida con cartas nuevas, unas veces gano y casi siempre pierdo. Pero lo bueno es que estoy aquí abajo con los que quiero. También con ustedes, los que me leen, oyen y soportan. Gracias.