Resumen
Hay mujeres que cumplen condena sin haber sido juzgadas, que sufren castigo sin haber cometido ningún delito, que viven una existencia marcada por la violencia de unas penas impuestas por poderes, mujeres que son prisioneras de la calle*.
Artículo completo
Durante los años que duró la dictadura franquista la privación de libertad extendió sus tentáculos más allá de los muros de las cárceles, de los juzgados, de las comisarías y de los calabozos la Dirección General de Seguridad, y es que aquellos que permanecieron en libertad sufrieron igual que los que fueron encarcelados pues soportaron un régimen de vigilancia constante, por parte del cura, de los vecinos, de los enemigos que esperaban un gesto, un acto, una palabra, cualquier cosa que pudieran utilizar contra ellos; y en este mundo lleno de dolor e injusticia las mujeres se volvieron a llevar la peor parte entre todo lo malo, ellas eran las que acudían día tras día a las puertas de las prisiones con la remota esperanza de poder saber algo, puede que incluso llegar a ver al ser querido que desean aún siga penando dentro; esa novia eterna que pasó años con un paquete en la mano a las puertas de la cárcel, soportando las inclemencias del tiempo, las groserías y proposiciones pueriles a cambio de ver unos minutos al ser querido al que no le unía ningún papel oficial aunque sí oficioso, el único que les valía; las esposas que vagaban de prisión en prisión, tras el esposo o compañero detenido, cargando con una retahíla de niños y escasas pertenencias, las hermanas, las hijas…, pero sobre todo y siempre imperturbables en su firmeza, las madres.
Las madres que sufrían la misma o peor situación que los encarcelados, las que sobrellevaban las injurias, las afrentas y el sufrimiento, las que deseaban vivir en el interior de una cárcel para que ese hijo, ese esposo, ese yerno no se sintiera solo, abandonado, para que ella pudiera vivir con más sosiego junto a ellos pues al menos sabría que estaban juntos hasta el final.
Las que recobraron la libertad después de años encerradas seguían presas al no saber enfrentarse a un mundo que ya no conocían y al que no lograban adaptarse, prisioneras del rechazo de unos hijos que no querían vivir con ellas, prisioneras de la unión con un hombre del que habían estado años separadas y con el que ahora no lograban entenderse, prisioneras de una soledad que las abocaba sin remisión al suicidio, prisioneras de una situación económica y social que las empuja a la prostitución, la mendicidad o el estraperlo, prisioneras de los recuerdos, de las amigas que quedaron dentro, del remordimiento por seguir vivas, del dolor de lo que perdieron y no volverán a recuperar.
Pero esta situación quedó diluida pero constante con la tan vanagloriada transición (como tantas otras) y esta realidad no es tan lejana del aquí y ahora y es que hay una constante en el mundo carcelario y son las mujeres, cuando un hombre cae preso si hay una mujer en su vida siempre se preocupará por él, de visitarlo, de contestar sus llamadas, de su tranquilidad…, una hermana, una esposa o compañera, una hija, una suegra y como no, por encima de todo, una madre, que nunca desfallece; cuando una mujer cae presa los hombres de su vida serán una presencia cuasi invisible, la responsabilidad de su bienestar físico y emocional recaerá en sus hijas, sus hermanas y sobre todo, una vez más, en su madre.
Y es que es una realidad triste y dolorosa que de nuevo son las mujeres las que tienen que asegurar el sosiego, la felicidad y el equilibrio de la persona encarcelada (incluso las mujeres presas lo hacen con aquellos que siguen fuera), y es que cuando alguien cae preso, las mujeres de su vida se convierten en prisioneras de la calle.
* Este término fue acuñado por primera vez por Ángeles García Madrid en su libro “Requiem por la libertad”.
Bibliografía
Doctora en Sociología, especializada en desviación social y género.
Especialista en Investigación Criminal.
Apasionada de la justicia y la igualdad.
Intentando continuar la estela de las grandes mujeres y excepcionales penalistas Doña Concepción Arenal y Doña Victoria Kent en la creencia de que el delincuente (y la delincuente) es una persona y por ello su comportamiento y sus necesidades deben ser estudiados, conocidos y de ser posible (en la medida de lo posible) dar una respuesta y solución.