Tabla de contenidos
1. Resumen
El propósito de las siguientes líneas es hacer una exploración en torno a la adecuación del espacio público de la ciudad a los intereses del ciudadano. Veremos cómo los intereses privados son capaces no solo de limitar el uso de la calle por parte de los ciudadanos residentes, sino que también tienen el poder de desplazar al ciudadano a zonas periféricas de la ciudad e incluso a dificultarle el acceso a un hogar, ya sea por imperativo legal o por el condicionamiento orquestado a través de la transformación urbana fruto de la especulación con el suelo.
2. Introducción
En el año 2004 el rumbero grupo Estopa publicaba un nuevo álbum titulado “La calle es tuya”. Durante su rueda de entrevistas y presentaciones del disco, les preguntaban reiteradamente por el título que le habían puesto al álbum, algo que contestaron con gusto en varias ocasiones:
Estábamos grabando el vídeo de “Nos falta el aliento” por las calles de Cornellá. De repente, aparecieron unos chavalillos y el realizador les dijo: “¿Podéis apartaros? Es que salís en plano”. Y uno, chulito, le respondió con mucho retintín: “¿La calle es tuya?”. Es una de esas ocurrencias que se nos quedaron grabadas. (La higuera, s.f.)
Ciertamente la actitud del niño responde a esa concepción popular de que las calles pertenecen al ciudadano que vive en ellas, en las que puede sentirse plenamente libre jugando en ella, pero ¿es totalmente así? ¿se puede considerar que exista en la actualidad un diseño democrático enfocado a favorecer el bienestar de todos los que conviven en la ciudad?
Desde sus orígenes, la condición de animal social ha llevado al ser humano a la creación de comunidades, círculos donde las necesidades de defensa, cooperación y especialmente de relación se han visto satisfechas por la coexistencia en dichas sociedades comunes.
Tal y como apuntaba Aristóteles (2000) “El que sea incapaz de entrar en esta participación común, o que, a causa de su propia suficiencia, no necesite de ella, no es más parte de la ciudad, sino que es una bestia o un dios” (p. 2).
Por tanto, podríamos afirmar que la ciudad y sus habitantes forman un binomio inseparable que se retroalimenta y que necesita del otro para subsistir. Así se entienden (y se materializan) las agrupaciones urbanas hasta el s. XIX: territorios compactos y complejos con estructuras basadas en la relación y el intercambio, donde la calle y el espacio público, en general, actúan como vertebradores a nivel social, cultural y en gran medida, económico.
Pero es a partir de la Revolución Industrial cuando se produce un cambio de percepción a todos los niveles. La introducción de la velocidad como factor inherente de la vida cotidiana, la evolución de los sistemas de producción y de transporte y la creciente disconformidad de la población frente a estos y otros cambios provocan indirectamente la transformación de las ciudades, obligadas a asumir, de forma acelerada, dichas mutaciones sin retorno.
Así, en un brevísimo espacio de tiempo, aquel territorio compacto da lugar a modelos dispersos y especializados, basados en la movilidad y en el vehículo privado, que tienen como consecuencia el “abandono” de la esencia tradicional de la ciudad. Estructuras donde el espacio público se convierte en un mero lugar de transición, diseñado para la comodidad de los incipientes artefactos motorizados que irán convirtiéndose, irremediablemente, en los nuevos protagonistas del espacio urbano (Llorente, 2015).
3. Prohibido jugar
La configuración de la pirámide de movilidad (Martínez, 2014), que prioriza el automóvil frente al resto de formas de desplazamiento, resulta especialmente notoria en núcleos urbanos de pequeño tamaño, donde el uso del coche se interioriza como algo habitual y necesario. Palma de Mallorca, con una población de 400.578 habitantes (INE, 2015) y una extensión inferior a 210 km2, registra el mayor índice de motorización de España, con una cifra de 950 turismos por cada mil habitantes, ratio superior a la de Madrid y Barcelona (SMAP, 2016). Paralelamente, según el informe Tom Tom (2016), la ciudad balear es la segunda urbe más congestionada del país, solo superada por la capital catalana.
Si hablábamos más arriba de la retroalimentación entre ciudad y habitante, no debe pasar desapercibido que estas dinámicas de desarrollo físico del territorio afectarán a éste último, tanto en hábitos como en conductas. Teniendo en cuenta que nuestro comportamiento está fuertemente ligado a los espacios que habitamos y, por tanto, que estos mismos espacios sientan las bases de nuestro papel como ciudadanos, deberíamos replantearnos la importancia del diseño urbano como vertebrador de las ciudades actuales. Un primer paso sería, pues, recuperar la ciudad como espacio educador, cambiar de escala para volver a fijarse en los detalles, en el espacio público, en las personas: reconquistar el entorno urbano y devolvérselo al ciudadano, desde la relación y el sentimiento comunitario.
En el año 2004, se firma en Génova la Carta de Ciudades Educadoras, en cuyo preámbulo se hace incidencia en la posibilidad que tiene la ciudad tanto de convertirse en un espacio educador, como de tornarse en la opción contraria, un espacio deseducador. La ciudad es interpretada como “un agente educativo permanente, plural y poliédrico, capaz de contrarrestar los factores deseducativos” (p.1) y por ende, la ordenación del espacio físico urbano debe atender “las necesidades de accesibilidad, encuentro, relación, juego y diversión y un mayor acercamiento a la naturaleza“ (p.1).
En 1998, Palma de Mallorca entró a formar parte de la Red Estatal de Ciudades Educadoras. Sin embargo, no son pocos los ejemplos en los que, de un modo u otro, se priva al residente de la realización de numerosas actividades en la calle.
La Ilustración 1 corresponde a la plaza principal de Sóller, un pueblo del noroeste de Mallorca con 13.648 habitantes, 1.844 de ellos, menores de 15 años (INE, 2015). En la plaza de Sóller no se puede jugar al balón, ni montar en bicicleta, ni pasear en patines, monopatín o patinete, actividades que el consistorio local considera molestas para el supuesto usuario del espacio. Con tal prohibición, el Ayuntamiento define quién debe ser el beneficiario del espacio público. A su criterio, el afectado por el juego no es otro que el turista, el visitante puntual que llega a la zona para garantizar, de nuevo de manera supuesta, la dinámica de la economía. Ligado al disfrute tranquilo del foráneo, encontraríamos sin duda el beneficio monetario del comerciante, okupa gradual del espacio público y defensor del modelo de ciudad actual, basado en el consumo como único motor de desarrollo.
Cerrando este círculo perverso estaría el propio consistorio, que comercia con el espacio común en pos de las arcas públicas, supuestamente orientadas a garantizar el bien común del ciudadano. Entramos, pues, en espirales viciadas donde los derechos del ciudadano como tal quedan al servicio de intereses privados, una situación peligrosa que favorece la pérdida de identidad de la ciudadanía y su consiguiente desinterés (y pérdida de valor y de respeto) por lo comunitario. Volvemos aquí a la reducción de escala, al punto en que la “gente de la calle” se convierte en la impulsora del cambio, ejerciendo de activista y reivindicadora del llamado derecho a la ciudad. Un punto de inflexión donde el ciudadano grita a partir de pequeñas acciones que demuestran su inconformismo hacia un entorno mercantilizado. Una mañana del pasado mes de julio, el cartel de la Plaza de Sa Constitució amanecía modificado (Ilustración 2). En lo que la prensa describió como “fechoría” (Veu de Sóller, 2016), otros interpretamos una exigencia.
En idéntico sentido se plantean ciertos “corredores verdes”, itinerarios urbanos diseñados para conectar diferentes puntos de la ciudad a través de recorridos amables para con el peatón, pero que frecuentemente terminan favoreciendo los intereses de empresas privadas. Encontramos un ejemplo representativo en la calle Fábrica de Palma, peatonalizada en 2010 como parte del proyecto de Ejes Cívicos de la ciudad (Ajuntament de Palma, 2010). Dicha peatonalización, anunciada como recuperación del espacio público para el ciudadano a partir de la eliminación del tráfico rodado de la zona, despertó opiniones encontradas, que resulta interesante repasar, seis años después de la intervención:
“Empresarios de la calle Fábrica, unidos para su peatonalización” (Diario de Mallorca, 2009)
“Los restauradores de Santa Catalina dicen ‘sí’ a la peatonalización de la zona” (Última Hora, 2010)
“Vecinos de la calle Fábrica, contra el eje cívico de Santa Catalina” (Última Hora, 2010)
Mientras el sector hostelero adivinaba una oportunidad de enriquecimiento, los vecinos auguraban una pérdida del carácter tradicional de la zona –y de la calidad de vida que éste proporcionaba-, todo ello velado bajo una promesa de humanización del espacio público que acabaría contribuyendo a la gentrificación del barrio y a la transformación del mismo en un centro de ocio para turistas bien posicionados.
4. Ciudades Disney
Tanto desde los gobiernos como desde los medios, se presenta una situación de crisis desde un enfoque eminentemente económico (Barnés, 2016; De Juana, 2016; Morales, 2016; Moratalla, 2016). Sin embargo, suele obviarse el debate social y político. Se interpreta la crisis de estos últimos años como una mera pérdida del estado de bienestar, un referente que podemos situar primero en la organización medieval y más tarde en la sociedad industrial capitalista, ambas basadas en la prestación de servicios y en la distribución de bienes: una sociedad que convierte al ciudadano en cliente de un centro comercial (González, 2013; Santamaría, 2013), donde se consumen los bienes y servicios en base al poder adquisitivo individual. Un “tanto tienes, tanto vales” que genera una creciente desigualdad social. Pero la sociedad actual nada tiene que ver con aquella del siglo XIX, y mucho menos con la del XII. Las nuevas estructuras obligan a nuestros dirigentes a inventar otras respuestas como alternativa al modelo clásico de bienestar. Podemos aceptar que algo es económicamente inviable, pero no que lo sea a nivel político.
A partir de aquí, ¿cómo se vinculan economía y sociedad? ¿cómo se deducen las vías secundarias que no dependen tanto de la capacidad monetaria del territorio? En primera instancia hay que tener en cuenta que la sociedad actual, caracterizada por la diversidad y la heterogeneidad, requiere un sistema de gobierno que huya de la pirámide feudal, recurriendo a políticas más convergentes con el ciudadano, que acepten dicha diversidad y la promuevan mediante estrategias de integración (Amendola, 2000; Belil, Benner, Borja & Castells, 2000; Mesa, 2006).
En las estructuras urbanas actuales, sumergidas en el hiperindividualismo (Lipotevsky, 2014), resulta imprescindible replantearse el modelo de ciudad a partir de los vínculos que genera, buscando la reactivación del sentimiento de pertenencia del ciudadano y transformando a los consumidores pasivos de servicios en ciudadanos responsables. En definitiva, fomentar el capital social necesario para transformar las fronteras –entre actores públicos y privados y entre los mismos ciudadanos– en flujos, incrementando la responsabilidad individual y colectiva sobre espacios y problemas compartidos (Llorente, 2015).
El paso de la ciudad compacta y compleja a la ciudad dispersa y especializada supone cambios no solo en la forma de ocupación del territorio, sino también en los modelos de transporte y de relación social. Iniciado por la publicación de la Carta de Atenas (1942), que apostaba por la parcelación de las ciudades con una clara separación de funciones, comenzaba a imponerse un modelo de crecimiento que tendría su máximo exponente en Estados Unidos, consecuencia del mal entendido “sueño americano” y generador del llamado urbansprawl (Frank, 2000). Pero, ¿cómo revertir una tendencia que se extendía ya por las ciudades europeas? ¿Cómo reencaminar una sociedad cada vez más dependiente del vehículo privado y de las redes de infraestructuras?
Inmersos en el rápido desarrollo de los avances tecnológicos, muchos son los que plantean un nuevo concepto de ciudad como artefacto (Cook, 1973; Frampton 2002): grandes megaestructuras que recuerdan a la babilónica Torre de Babel y que son concebidas como gran aparato polifuncional y adaptable. Una “adaptación” de los modelos biológicos que vinculan el crecimiento a la necesidad del usuario y que podríamos situar entre la ciencia ficción (con las escenografías de Fritz Lang en “Metrópolis” (1927) y las obras de ingeniería (con las centrales hidráulicas o las plataformas petrolíferas).
A pesar de las problemáticas derivadas del modelo disperso, se continúan desarrollando estructuras urbanas orientadas a la especialización. La creciente construcción de las llamadas “ciudades de ocio”, cuyo precursor se halla en los parques temáticos, da lugar a nuevos espacios “de felicidad”, moderados solo por la capacidad de consumo de sus usuarios, que encontrarán continuidad en complejos como las Vegas o en los grandes centros comerciales del extrarradio. El problema de las “Ciudades Disney” (Smith, Rolnik, Ross, Davis y Observatorio Metropolitano, 2009), sin embargo, se agrava cuando este espacio artificial es absorbido por contextos urbanos, como sucede en determinados centros históricos convertidos en lugares de recreo privatizados para turistas y visitantes y que tienen como consecuencia el desplazamiento de los residentes de los cascos históricos. Tal y como apunta González (2013) la ciudad se simplifica hasta el punto de imitar las características de los clásicos centros comerciales suburbanos, convirtiendo la experiencia de convivencia en las calles en un mero soporte al acto de consumo.
En el año 1997, meses antes de la aprobación de la modificación de la Ley del Suelo (que suprimiría la categoría de suelo no urbanizable para reducir el territorio español a urbano o urbanizable), el arquitecto Oriol Bohigas publicaba en El País un artículo que antecede la evolución y consiguiente problemática que han tenido las ciudades Españolas en el siglo XXI:
Según la legislación vigente, en España hay tres categorías de suelo: el urbano, el urbanizable […] y el no urbanizable. […] Una de las razones con la que se intenta justificar estas decisiones es la ley del mercado: cuanto más terreno se ofrezca, más barato será, y, por lo tanto, se reducirá el coste de las viviendas […] La oferta competitiva de suelos del extrarradio urbano no hace disminuir nunca los precios del suelo central. Lo único que se consigue es complementar la oferta con unos terrenos nuevos que de momento son más baratos, pero cuya situación comporta diversos costes a medio y largo plazo: urbanización, accesos, servicios, equipamientos, transporte, mantenimiento. Si estos costes van a cargo del promotor o del usuario, la diferencia de precios se reducirá radicalmente. Si van a cargo de los ayuntamientos, se producirá el colapso económico de toda la administración local […]. Si no lo paga nadie, crearemos unas periferias […] con una inmensa carga antisocial.
En este caso, ante la inasumibilidad de los costes por parte de promotores y ayuntamientos, la tercera vía, la de la insostenibilidad de las periferias, genera espacios de la ciudad que carecen del mantenimiento que exigen, erigiéndose en nuevos espacios de marginalidad donde se reproducen comportamientos que, no siendo necesariamente delictivos, generan una sensación inseguridad y desigualdad desmesurada respecto a otras zonas de la ciudad más rentables económicamente (Varela, 2005, Vargas, 2013).
A esta generación de periferias marginales se une la mencionada creación de centros urbanos de recreo, que obligan a los ciudadanos con menos recursos a desplazarse a zonas más pobres. Al crecimiento del precio del suelo hay que añadir la dificultad para acceder a los bienes de primera necesidad a precios que resulten asequibles. Tal y como apunta nuevamente González (2013), los comercios tradicionales se sustituyen por otros que intentan mantener su esencia, pero que están eminentemente enfocados al turista, con precios mucho más elevados alejados de las necesidades del residente de la zona, convirtiendo un local tradicional en una tienda repleta de productos gourmet. Este fenómeno se reproduce también con bares y restaurantes, generando un barrio abocado al consumo donde al residente le es imposible, valga la redundancia, consumir.
Este proceso de modificación de un comercio de barrio a uno consumista obedece a un entramado en el que la especulación con el suelo de determinadas zonas históricas de la ciudad se hace muy latente. Tal y como apunta Santamaría (2013) la reforma de cascos históricos se produce debido a “las ventajas de la centralidad que presentan los centros históricos y la especulación sobre suelo urbano como un bien escaso” (p.126). Así, no es extraño encontrarnos con el siguiente proceso de transformación en algunos barrios históricos de ciudades (Campesino, 1989; González, 2001; Sambricio, 2004; Sánchez, 1983, Santamaría, 2013):
- No se invierte apenas en infraestructuras y mantenimiento del barrio durante un periodo muy prolongado de tiempo.
- Esa pobreza urbana contribuye a generar una mayor sensación de degradación (suciedad en las calles, carencias en el mantenimiento del mobiliario urbano, ausencia de espacios donde se contribuya a la vida en comunidad…) y aparición de focos delictivos (se detectan focos de prostitución, venta de droga al por menor, las calles se llenan de firmas de grafiteros…).
- Las nuevas generaciones no desean vivir en la zona y la población del barrio envejece considerablemente.
- Cuando el precio del suelo está suficientemente bajo, los promotores e inmobiliarias proceden a adquirir propiedades a los dueños, que tienden a malvender o bien porque se trata de una propiedad heredada que no utilizan, o bien en el caso de personas mayores porque el barrio no contribuye a cubrir sus necesidades (asistencia sanitaria, residencias de día…).
- Coincidencia temporal o no, cuando los promotores empiezan a adquirir esas viviendas, el barrio es remodelado con inversión pública mediante, y el precio del suelo sube a niveles que solo hacen posible el retorno a esas zonas por parte de las clases altas.
Lo indicado anteriormente termina por generar ciudades deshabitadas, dando lugar a lo que denominamos como “Ciudades Disney” (Smith, Rolnik, Ross, Davis y Observatorio Metropolitano, 2009), entornos convertidos en una suerte de parque temático donde lo único que puede hacer es ir de atracción en atracción (ahora la Sagrada Familia, luego la casa Gaudí, después la Catedral del Mar…), en un paseo itinerante con un bus turístico que te enseña una ciudad donde tiempo atrás hubo vida pero que ahora ha perdido su identidad a manos de un nuevo Starbucks en la esquina.
5. Nómadas Olímpicos
Uno de los fenómenos globales que viene produciendo un mayor impacto urbanístico en las ciudades en las que se celebra son los Juegos Olímpicos. Recientemente, en los Juegos Olímpicos de Río 2016, hemos podido comprobar múltiples aspectos que son una suerte de cara oculta de este evento, y que se ejemplifica en las más de 2.500 familias que fueron desalojadas de sus casas debido a la creación de nuevas infraestructuras para ofrecer unos juegos en condiciones (Comitê Popular Da Copa e das Olimpíadas do Rio de Janeiro, 2015). Familias que concurren habitualmente en zonas pobres y degradadas, y que por ende no cuentan con la misma voz que otros ciudadanos.
Sin embargo, lejos de ser Brasil un caso excepcional, no se trata de una situación excepcional, encontrándonos con situaciones similares en las ediciones anteriores (COHRE, 2008):
- En Seúl 720.000 personas fueron expulsadas de sus hogares durante la preparación de los Juegos Olímpicos de 1988.
- En Barcelona la vivienda se encareció tanto como resultado de los JJ.OO de 1992 que los residentes con más bajos ingresos se vieron obligados a abandonar la ciudad.
- En Atlanta 96 se practicaron más de 9.000 detenciones a personas sin hogar, en su mayoría afroamericanos, con el objetivo de “limpiar las calles” durante la competición.
- En Atenas cientos de romaníes fueron desplazados con motivo de los Juegos Olímpicos de 2004.
La palma se la lleva Beijing, donde se calcula que más de 1.25 millones de personas fueron desplazadas de sus hogares debido a la rehabilitación urbana relacionada con la celebración de los Juegos Olímpicos en 2008, según los datos proporcionados por COHRE.
Curiosamente, la elección de una ciudad como sede olímpica suele ser acogida con entusiasmo por los residentes, que en un primer momento se creen el discurso de que su celebración conllevará una mayor prosperidad económica y la creación de multitud de puestos de trabajo (omitiendo habitualmente que estos puestos vayan a ser en su mayoría temporales, incluso ejercidos por voluntarios). No debemos olvidar al fin y al cabo el fin lucrativo de quien lo organiza. Tal y como apunta Pérez (2016) el Comité Olímpico Internacional debe ser concebido como una empresa, en tanto solo por los Juegos Olímpicos de Londres 2012 facturó cerca de 1.000 millones de dólares. Este dinero no procede del país en cuestión, sino de los 11 grandes patrocinadores que financian en mayor medida este evento: Coca-Cola, Atos, Bridgestone, Dow, General Electric, McDonald’s, Omega, Panasonic, P&G, Samsung y Visa. Durante los Juegos Olímpicos, otros grandes sponsors como Bradesco, Correios, Embratel, Claro o Nissan se sumaron también a la fiesta del deporte.
En este caso, el motivo del desplazamiento de los residentes no es más que la creación de un gran expositor para las marcas, ocultados bajo un halo de valores positivos de superación ejemplificados en el esfuerzo de los grandes deportistas de élite para llegar a su meta, probablemente no muy conscientes de la magnitud del aprovechamiento de su imagen con fines comerciales. Sea como fuere, el nomadismo olímpico emerge como un ejemplo más de la pérdida de poder de decisión de los residentes sobre los cambios que se producen en su propia ciudad.
6. Conclusión: la ciudad del juego
Hasta el día de hoy, la tendencia es pensar las ciudades para el que llamaríamos “ciudadano tipo”: un hombre adulto, de mediana edad, sano y con derecho a sufragio. Este rango excluye un gran número de colectivos, entre ellos la infancia (Tonucci, 2015), las personas con discapacidad (Verswyvel, 2010), las personas mayores (Cebollada & Miralles-Guasch, 2003) y, en muchas ocasiones, la mujer (FEMP, 1996; Jiménez, 2009; Perrot, 1997). Tomaremos el primer grupo como ejemplo. Nuestros gobernantes, en general, ven (y tratan) a los niños como “futuros ciudadanos”, como elemento que “hace gracia” y que añade una variante tierna a todo lo relacionado con la ciudad, con su diseño y su evolución. En demasiadas ocasiones, nos referimos a los niños como los “ciudadanos del futuro”.
Pero, ¿por qué conviene abandonar este estereotipo?, ¿por qué deberíamos dar a la infancia la importancia que realmente tiene el desarrollo del territorio y empezar a construir con y para ellos?, ¿por qué no empezar a considerarlos como los ciudadanos que actualmente son y dejar de negarles el derecho al presente? La respuesta es sencilla: una ciudad adaptada los niños es una ciudad adaptada a todos. Los niños son peatones “puros” ya que, de forma autónoma, solo pueden desplazarse andando o en bicicleta. Son quienes explotan todas las posibilidades del espacio público, los que piensan la ciudad de manera más lógica, con menos ideas preconcebidas o estereotipadas.
En 1989, las Naciones Unidas aprueban la Convención de los Derechos del Niño, un acuerdo internacional que iguala sus derechos a los de los adultos y que será de obligado cumplimiento para todos los estados que la ratifiquen. En 1990, después de ser firmada por 20 países, entre ellos España, la CDI se convierte en Ley y es aceptada por todos los países del mundo, a excepción de los Estados Unidos. En su artículo 12, la CDI “garantiza al niño el derecho a expresar su opinión libremente en todos los asuntos que le afecten, y se debe tener propiamente en cuenta sus opiniones”. Por lo tanto, atendiendo a ese artículo, estamos incumpliendo la ley sistemáticamente.
Uno de los retos de las ciudades actuales es garantizar la autonomía de los niños. Esto nos traslada directamente al espacio público. Hasta ahora, el espacio público se ha diseñado para aquel ciudadano tipo al que hacíamos referencia más arriba. Encontramos un claro ejemplo en los parques infantiles: si le preguntamos a un niño qué zona de juegos quiere, pedirá un lugar donde esconderse, donde ensuciarse, donde poder trepar y enfrentarse a ciertos riesgos y peligros, tan necesarios para a su desarrollo personal.
Sin embargo, los parques de nuestras ciudades son recintos planos, vallados, con suelos blandos y atracciones homologadas, iguales a las de todos los demás parques de todas las otras ciudades…Y claramente diseñados para la tranquilidad de los adultos. Puede que éste no sea el camino. Necesitamos una ciudad que deje jugar los niños, no que los acompañe a jugar; que les ofrezca espacios de libertad y no de control (que es lo que buscan los adultos y que resulta ser lo contrario a la libertad); que genere un diálogo espontáneo y la posibilidad de compartir espacios de relación. Porque el proteccionismo sólo da lugar al miedo y a la dependencia y paradójicamente, la ciudad actual nos lleva a proteger a los niños de nosotros mismos, de nuestras máquinas (los adultos nos movemos en coche, los coches son peligrosos para los niños, diseñamos espacios infantiles cerrados para protegerlos del peligro que comportan los coches que nosotros mismos conducimos…).
Si nos preguntamos cuáles eran nuestros “espacios infantiles”, evocaremos, por ejemplo, los solares vacíos. Espacios que nos permitían hacernos preguntas, decidir e inventar nuestros propios juegos. Por tanto, en vez de preguntar tanto al ciudadano con encuestas participativas y canales de opinión, tal vez deberíamos dejar que fuera el ciudadano quien se hiciera preguntas, dándole el espacio necesario para que esto suceda (a nivel físico e intelectual). Porque si le damos espacio para jugar, el ciudadano, juega.
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