Resumen
“Sobre las 17:00 horas del día X de X de 2003 cuando el señor TLM se encontraba en su taxi en la Plaza de X de la localidad de X esperando a la llegada de nuevos clientes, se le acercó el acusado JEP (mayor de edad, sin antecedentes penales) pidiendo que le diera un euro. Como quiera que el señor TLM se negó a ello, pero llevando visible en el bolsillo de la camisa un billete de 5€, metió la mano el acusado y se lo sustrajo, motivando que el taxista saliera del automóvil reclamando la inmediata devolución, reaccionando el acusado empujándolo y advirtiéndole que tenía una navaja y que lo iba a rajar, consiguiendo así marcharse con el dinero.”
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Este es el relato de hechos probados de una sentencia penal del año 2006, que condenó al acusado por un robo con violencia a un año de prisión. Como se puede apreciar se sustrajo una exigua cantidad de dinero pero, dado que se empujó a la víctima y se le amenazó con una hipotética navaja, “se transmuta lo que podría ser una falta de hurto en un delito de robo con violencia e intimidación”, según recoge la propia sentencia. No obstante, aunque la gravedad de los hechos sigue siendo nimia, una vez que el sistema penal se pone en marcha es difícil pararlo.
Se abrió un procedimiento abreviado en un juzgado de instrucción, se nombraron abogados y procuradores, se pasó a un juzgado de lo penal, se celebró el juicio oral y 3 años después de la fecha de estos hechos, se dictó sentencia condenatoria. Dadas las características del caso se suspendió la ejecución de la condena, es decir, que el penado no entró en prisión sino que se dejó en suspenso la pena por un plazo de 3 años, con la condición de no volver a delinquir en dicho periodo de suspensión. Sin embargo, en Junio de 2008 esta persona cometió un nuevo delito. Un delito que no existía como tal hasta el año 2007: conducir un vehículo de motor sin haber obtenido la licencia oportuna, lo cual hasta la reforma producida por la LO 15/2007 no era más que una falta administrativa. De nuevo se activaron los mecanismos del sistema penal y, pasados los meses, fue condenado al pago de una multa por ese delito. No quedaron ahí las consecuencias de ese hecho. Como la pena de un año de prisión estaba suspendida con la condición de no volver a delinquir, la comisión de ese nuevo delito supuso la revocación de dicha suspensión y por tanto la obligación de cumplir la pena. Conclusión, en el año 2012 el penado ingresa en prisión para cumplir un año de condena por el robo de 5 euros cometido hace 9 años.
Esta persona, de escasa peligrosidad, pasa a ocupar una celda en una prisión española, es entrevistada por trabajadores sociales, psicólogos, juristas y médicos y recibe las prestaciones alimentarias, sanitarias, educativas y sociales que el sistema penitenciario, en respeto a su dignidad, garantiza para todo penado. Según distintas estimaciones el coste de un preso para las arcas del Estado ronda los 20.000 euros anuales. El coste personal, físico y psicológico, que la estancia en prisión produce a los penados es incalculable, si bien ha tratado de ser descrito en obras como “La cárcel y sus consecuencias” de Jesús Valverde o “Mil voces presas” de Cabrera y Ríos. El coste para la familia del penado o la constatada posibilidad de aprendizaje criminal son otras de las numerosas consecuencias negativas de la prisión. Por todo esto se ha argumentado que la prisión es un “mal necesario”1 que debe utilizarse sólo cuando no hay otras opciones menos dañosas para lograr los fines que se pretenden alcanzar (principio de intervención mínima).
No pretendo ser demagógico pero este es un ejemplo real, extremo pero no aislado2, de las disfunciones que un correcto funcionamiento del sistema penal produce, tal y como está configurado hoy en día. El sistema penal ha funcionado correctamente, aunque con lentitud, en este supuesto. Si obviamos los retrasos, se ha producido una adecuada comunicación entre juzgados y se ha aplicado la ley de manera irrebatible, con respeto a todas las garantías procesales. Todo ha funcionado, sin embargo el resultado no parece justo ni eficiente desde el punto de vista de la prevención de la delincuencia, de la reparación a la víctima ni, por supuesto, desde el punto de vista económico.
Debemos preguntarnos si no hay maneras más efectivas, con menor coste social, personal y económico, para resolver conflictos de poca gravedad como éste. Una adecuada proporcionalidad entre la gravedad de los delitos y las penas, una sustitución de ilícitos penales por faltas administrativas, un enfoque social que vaya a las raíces del delito o la eliminación del derecho penal simbólico son solo algunas de las propuestas, escasamente escuchadas, que se lanzan desde el ámbito académico para mejorar nuestro derecho penal. La Justicia Restaurativa, con su énfasis en la resolución del conflicto, en vez de en el castigo que caracteriza a la Justicia Punitiva o Retributiva, es otras de las vías que puede contribuir a que hechos como el que abre este artículo no acaben con el acusado en la cárcel y la víctima insatisfecha.
Como hemos visto, el actual funcionamiento del sistema penal no resistiría un análisis coste-beneficio, pero hay algo aún más importante: sin un derecho penal social y democrático no es posible tener un Estado social y democrático y, por tanto, mientras continuemos con la actual escalada punitivista estaremos traicionando los fundamentos constitucionales de nuestra convivencia.
1 Preámbulo de la Ley Orgánica General Penitenciaria.
2 No debemos olvidar que el 70% de las personas en prisión están condenadas por delitos contra la propiedad y contra la salud pública. “Aumento De Presos Y Código Penal. Una Explicación Insuficiente” 2011. Ignacio González Sánchez
Bibliografía
Licenciado en Derecho por la Universidad de Granada. Master en Pensamiento Político y Social por la Universidad de Sussex. Experto en Justicia Restaurativa por la Universidad de Sevilla. Jurista de Instituciones Penitenciarias en excedencia. Actualmente coordino el Área Jurídica y de Justicia Restaurativa de la Federación Andaluza.