Resumen
En el mundo del teatro, nadie ha descrito el convulso estado de ánimo de los personajes con la maestría de William Shakespeare (1564/1616).
A diferencia de otros autores, los protagonistas del dramaturgo inglés son seres humanos que sienten y padecen como cualquier espectador; por eso tienen tanto éxito sus obras entre el público, porque ni los malos están llenos de defectos ni los buenos son un deshecho de virtudes. Son personajes complejos pero reales y tan creíbles que incluso han perdurado con el paso de los años convirtiéndose en auténticos arquetipos de la duda – Hamlet y su famoso ser o no ser– o del amor, Romeo y Julieta; los celos, Otelo, o la maldad de personajes como Yago y Lady MacBeth.
Artículo completo
A finales de 1594, Shakespeare escribió su primera gran comedia: El mercader de Venecia. Una compleja historia, llena de matices, que parte de un antiguo aforismo latino, summum ius summa iniuria, para demostrar que una aplicación rigurosa del Derecho puede conllevar una gran injusticia.
El argumento gira en torno a dos personajes principales: un judío rico –el usurero Shylock, vengativo y rencoroso– y una mujer –la tolerante y enamorada Porcia– que representan a dos de los colectivos más discriminados de aquella época. Recordemos que por aquel entonces, mientras Shakespeare escribía esta obra, fue ejecutado el médico personal de la reina Isabel I, el español –y judío– Rodrigo López, acusado –sin pruebas– de intentar envenenar a la reina inglesa por instigación de Felipe II. Su ejecución el 7 de junio de 1594 en Tyburn levantó una ola de antisemitismo en todo el país.
A grandes rasgos, la comedia cuenta cómo Bassanio, un joven que ha malgastado toda su fortuna, pretende el amor de Porcia, una rica huérfana que sólo se casará con aquel pretendiente que logre descifrar el enigma de los tres cofres –de acuerdo con lo establecido en el testamento de su difunto padre– eligiendo el que contenga el retrato de la joven.
Como no tiene los 3.000 ducados que necesita para intentar enamorarla, se los pide a su amigo Antonio –el mercader de Venecia– pero él tampoco dispone de esa cantidad para prestársela porque lo ha invertido todo en unos barcos que ha enviado a comerciar al extranjero. Aún así, consigue ayudar a su amigo acudiendo a Shylock, un conocido usurero, para que le dé el dinero. El judío accede a prestárselo a cambio de que el mercader firme ante notario que si no pagáis tal día, en tal lugar, la suma o las sumas convenidas, la penalidad consistirá en una libra exacta de vuestra hermosa carne, que podrá ser escogida y cortada de no importa qué parte de vuestro cuerpo que me plazca.
Antonio decide arriesgarse, consiente en firmar aquella cláusula y logra el dinero para dárselo a Bassanio, pero la historia se complica cuando los barcos naufragan, vence el plazo sin que el mercader pague su deuda y el judío se presenta ante el Dux de Venecia para exigir que se cumpla lo convenido: quiere una libra de su carne –unos 450 gramos– para cebar a los peces y alimentar su venganza.
Admitida la demanda del usurero, la máxima autoridad veneciana reúne a las partes para impartir justicia aun sabiendo que la Ley será excesivamente rigurosa y que deberá cumplirla o la República perderá uno de sus mayores bienes: la seguridad jurídica, el pilar básico de cualquier Gobierno. ¿Quién podría confiar en Venecia si el Dux no hace cumplir sus propias leyes? El mismo Antonio lo reconoce cuando dice: El Dux no puede impedir a la Ley que siga su curso (…) suspender la Ley sería atentar contra la Justicia del Estado.
La escena del juicio de Shylock debatiendo con el Doctor en Leyes que ha sido convocado para decidir la causa –en realidad, la joven Porcia disfrazada de hombre para poder intervenir en el proceso– es realmente memorable: empieza reconociendo que la cláusula es legal, aunque extraña, y va llevándonos lentamente hasta encontrar un resquicio en las normas venecianas que permitirá al Dux impartir Justicia: (…) Toma tu libra de carne, pero si al contarla te ocurre verter una gota de sangre cristiana, tus tierras y tus bienes, según las leyes de Venecia, serán confiscados en beneficio del Estado.
Más allá del famoso monólogo del usurero, cuando afirma que ¿Es que un judío no tiene ojos? (…) Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos?, el intenso debate legal entre los personajes convierte a este pasaje de El mercader de Venecia en uno de los momentos cumbres de la literatura universal, desde un punto de vista jurídico.
No le desvelo cómo acaba la comedia –si finalmente le cortan o no la libra de carne a Antonio– para que pueda disfrutar, con tranquilidad, de la evolución de este proceso pues, como dice el personaje de Porcia en el acto cuarto: El judío tendrá toda su justicia. ¡Despacio! Nada de prisas. No tendrás nada más que la ejecución de las cláusulas penales estipuladas. Una obra maestra.
Bibliografía
Valladolid (Castilla y León | España 1969).
Escritor (director de Quadernos de Criminología | redactor jefe de CONT4BL3 | columnista en las publicaciones La Tribuna del Derecho, Avante social y Timón laboral | coordinador de Derecho y Cambio Social (Perú) | colaborador de noticias.juridicas.com); ha publicado en más de 600 ocasiones en distintos medios de 19 países; y jurista [licenciado en derecho y doctorando en integración europea, en el Instituto de Estudios Europeos de la Universidad de Valladolid | profesor de derecho constitucional, política criminal y DDHH (UEMC · 2005/2008)].
Sus últimos libros son Las malas artes: crimen y pintura (Wolters Kluwer, 2012) y Con el derecho en los talones (Lex Nova, 2010).
Este blog te acercará a lo más curioso del panorama criminológico internacional de todos los tiempos; y, si quieres conocer otras anécdotas jurídicas, puedes visitar el blog archivodeinalbis.blogspot.com