No suele pensar el preso que le compadece el que le visita

Cartas a los delincuentes. Carta Primera

Hermanos míos: Sin duda os sorprenderá que os dé este nombre una persona que no pertenece a vuestra familia y a quien no conocéis siquiera, o porque no la habéis visto nunca, o porque la mirasteis pasar sin notarla, como tantas otras que a vuestro parecer llegan a la prisión por curiosi­dad para entretenerse un rato, o por fórmula y para poder decir oficialmente que han estado.

Entre otros desdichados hábitos, tenéis el de juzgar mal y no pensar bien. Cuántas veces os equivocaréis, y cuántas personas que acompañáis con sarcasmos o burlas salen conmovidas de tanto infortunio, y más impresionadas de vues­tros dolores que de vuestros delitos ; os compa­decen desde el fondo de su alma, ¡y buscan y quieren hallar algún medio de haceros mejores
y menos desdichados!

Personas hay que en sus regocijos recuerdan el ruido de vuestras cadenas; que en su libertad ven las paredes que os en­cierran; que en la santa complacencia de hacer una buena obra piensan en vuestros remordi­mientos; que en sus oraciones creen escuchar vuestras blasfemias, y lloran la miseria de vues­tro cuerpo y de vuestra alma, y piden por vos­otros a la sociedad que ofendisteis, al Dios que habéis olvidado.

Tal vez no creáis que existen criaturas que en la prosperidad se acuerdan del infortunio, y am­paradas por la ley y honradas por la opinión, quieran tender una mano amiga a los que la ley condena y la opinión rechaza. Vosotros negáis a veces el bien, creyendo hallar así la mejor excusa de no haberla practicado; vociferáis blasfemias y obscenidades, como los que, disputando sin razón, quieren suplir con el estrépito la justicia que les falta.

Pretendéis sofocar la voz de vues­tra conciencia abrumándola con nuevas faltas, a la manera del que trata de ahogar sus penas en el vino, sin ver que de la embriaguez del crimen se despierta en la miseria, en la vergüenza, en el oprobio, en la prisión, en el cadalso, en la tumba, en la eternidad, a cuyas puertas se estre­mecen los valientes, porque oyen una voz de trueno, una voz terrible, una voz que no pueden sofocar como sofocaron la de su conciencia, y que les grita ¡Cadáver! ¡ven á dar cuenta de tu vida, y tiembla ante la justicia del Dios que has ofendido!

Pero la muerte está muy lejos de vuestro pen­samiento, y si la llamáis alguna vez desespera­dos, es como el término de vuestros infortunios y no como el principio de una vida que no ter­minará; vosotros queréis gozar de ésta, y acep­tando el presente, compuesto de placeres grose­ros y de grandes sufrimientos, del olvido de los deberes y del recuerdo de las maldades de la de­sesperación y de la esperanza, formáis proyectos para el porvenir, pensáis en evadiros de vuestra prisión, o en salir legalmente de ella, y en vuestros varios propósitos no entra muchas veces el firme de enmendarlas.

La primera dificultad que se ofrece para que volváis al buen camino, es el haceros creer que alguno se mueve por vuestro bien; que sin que os tema o espere algo de vosotros, quiere dispen­saros algún beneficio; y acostumbrados a inspi­rar temor, aversión o desprecio, no comprendéis que haya nadie que os compadezca y os ame.

¿Pero sois todos igualmente hostiles y enemigos del que se acerca a vosotros para consolaras? El deseo de haceros bien ¿no hallará entre vosotros más que incrédulos o ingratos ? ¿Todos estaréis tan endurecidos? ¿No habrá quien diga en su co­razón: —Puede que exista alguna alma caritativa que quiera venir a darme consejo?— ¿ Habéis perdido todos la aptitud de comprender las buenas acciones, la posibilidad de agradecer el bien que se os hace, y confundiréis en el mismo odio al que os quiere perder y al que os quiere salvar?

Yo sé que hay entre vosotros criaturas sordas al deber, a la compasión, a la gratitud, al arre­pentimiento; que respiran con placer las ema­naciones del vicio y del crimen; que recrean su corazón con recuerdos sangrientos y con espe­ranzas impías; que escarnecen el bien; que ado­ran el mal; que no comprenden nada que no sea cruel e infame ; que desprecian todo lo que es respetable; que están en la prisión como una fiera en su jaula; que maldicen las leyes de Dios y de los hombres; que oyen el lenguaje de la justicia y de la razón como el ruido de un idioma que no comprenden; que, corrompidos en todo su ser, no tienen ni un punto ni un pequeño es­pacio que no destile hediondez y podredumbre, y donde halle cabida un pensamiento honrado; que se alimentan de perversidades y de críme­nes, y cuya alma es como el estómago de esos animales inmundos que comen excrementos.

Yo sé que entre vosotros hay de esas desdichadas criaturas que no merecen llamarse hombres; sé que son incorregibles y que serán sordos a mi voz; sé que solo Dios puede salvarlos por un mi­lagro de su omnipotencia, y que los hombres de­ben apartar la vista de ellos como de un cadáver cubierto de gusanos á quien no es permitido dar sepultura.

¿Pero sois todos así? ¡Oh! no; mil veces no. El número de los monstruos es muy raro, y hay po­cos de entre vosotros que no tengan allá en su alma algún buen sentimiento, ignorado tal vez, porque se halla sofocado por las malas inclina­ciones, por los malos hábitos, por los malos ejem­plos, como una buena semilla que no puede bro­tar porque la tierra en que había de crecer se halla cubierta de plantas venenosas.

Yo no soy de los que creen que un hombre condenado á presidio no es un hombre ya; que no merece en nada la consideración que debemos a nuestros semejantes, ni puede ser tratado como un ser racional. Yo no soy de los que creen que en una prisión no se comprende ninguna idea de justi­cia, ni halla eco ningún sentimiento honrado, ni gratitud ningún beneficio: no.

Yo os considero como hombres, como criaturas susceptibles de pensar y de sentir, como hermanos míos, hijos de Dios, formados a su imagen y semejanza, y en quienes la huella de la culpa no ha podido borrar enteramente su noble origen. Yo sé que en una prisión, aun la más corrompida, hay al­mas que no se cierran a la luz de la razón y de la justicia, corazones que se conmueven a la voz que les habla de los afectos, de los deberes, y les recuerdan las cosas santas que alguna vez respe­taron, y los objetos queridos a cuyo lado estu­vieron. Yo sé que un gran número vosotros comprenderá lo que digo, sentirá lo que siento, porque sé que todos podíais haber dejado de
caer donde estáis, y que todos podéis levantaros.

Yo considero una prisión como un hospital, solamente que en vez del cuerpo tenéis enferma el alma, y que las dolencias son el resultado de los excesos del paciente. Las enfermedades de vuestra alma, que exigen el terrible remedio de la prisión, son la desdichada obra de vuestros extravíos. Aunque haya entre vosotros algunos casos desesperados, la mayor parte pueden cu­rarse, los más podéis volver a la salud, es decir, al deber, si sois dóciles a los buenos consejos y abrís los ojos a la voz de la verdad y de la justicia.

Yo lo pienso así, hermanos míos; pero no de­béis acusar ni mirar con ceño a los que piensen de otro modo, porque vosotros con vuestras pa­labras y con vuestra conducta no parece sino que a veces os proponéis dar a todos la idea de que son imposibles vuestra corrección y enmienda. Yo sé que sois mejores de lo que aparentáis ser; pero si os empeñáis en desacreditaros; si ocul­táis como una debilidad todo buen sentimiento, exagerando los malos como si hicierais punto de honra el deshonraros; si os calumniáis a vos­otros mismos, ¿cómo pretender que los demás os hagan justicia?

El primer sentimiento que se experimenta al penetrar entre vosotros, es de repulsión ; es, voy a decíroslo aunque sea duro, es de horror. Parece como que se ven alzarse en torno vuestro todos los desgraciados que habéis hecho, priván­dolos de la hacienda, de la vida o de la honra; parece que se ven correr lágrimas y sangre que os salpica y os acusa, y que vosotros con cantos y palabras obscenas insultáis a vuestras vícti­mas.

Vuestros delitos y vuestros crímenes pa­rece que toman cuerpo , y vienen a la prisión, y pueblan el aire, y os acusan y llenan de horror al que por primera vez os mira. ¡Cosa triste ins­pirar ese sentimiento vosotros que un tiempo fuisteis inocentes y buenos! Yo os veo con la pureza de la primera edad, con el candor y la sonrisa angelical de los niños.

Yo veo a vuestras madres que os acarician, y os bendicen, y os dan mil nombres afectuosos, y apartan de vos­otros todo lo que puede afligiros, y a costa de mil trabajos os alimentan y os visten. ¿Quién había de decirles que vosotros, para quienes de­seaban tanto bien, habíais de hacer tanto mal; que aquellos labios sonrosados y puros blasfe­marían contra Dios, y que aquellas manos dé­biles e inocentes habían de volverse contra las leyes, y despojar a los hombres pacíficos de su hacienda o de su vida?

¡Qué desdicha pensar que los que fueron buenos y queridos han lle­gado a ser malos y objeto de aversión! ¿No re­cordáis con pena el tiempo en que erais libres, inocentes y amados? Todavía podéis volver a serlo. Amad a vuestros semejantes, y os amarán;
conducíos bien, y alcanzaréis más pronto la libertad; arrepentíos, y casi podrá decirse que sois inocentes, porque el arrepentimiento ver­dadero se parece mucho a una segunda inocen­cia, y es más meritoria, porque se conquista con los esfuerzos de la voluntad, mientras que la otra se recibe.

Yo deploro vuestros extravíos, compadezco vuestro infortunio, y quisiera contribuir en algo a vuestro bien. Hoy no me ha parecido que podía hacer por vosotros cosa mejor que escribiros estas cartas, explicándoos las leyes en virtud de las cuales habéis sido condenados y que tal vez no habríais infringido si las hubierais comprendido bien; explicaros la necesidad de que estas leyes exis­tan, y su moralidad y su justicia.

Y este libro que arrojo en vuestra prisión, ¿habrá una mano que le recoja, una voz que lo lea, una inteligen­cia que le comprenda, un corazón que la sienta?

Yo espero que sí; yo espero que hoy, mañana, algún día, habrá corazones donde halle eco la voz de mi corazón. Si uno solo se siente inspi­rado de mejores sentimientos; si uno se levanta del abismo en que cayó, bendeciré la hora en que tomé la pluma para escribiros: un hombre que se corrige compensa bien el trabajo que cuesta escribir un libro.

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