Resumen
Parece claro, a la luz del llamado “Informe PISA[1]” -enlace vía El País-, que el sistema educativo debe ser reformado.
También parece claro, a la luz de los datos argüidos, que invertir más en educación no trae consigo una mejora de los niveles educativos. O eso dice El Mundo que dicen desde Educación[2].
Conclusión: la educación no funciona.
Y les adelanto más conclusiones: la reeducación y rehabilitación de delincuentes (especialmente, los graves y violentos) no funciona. Y los programas preventivos no funcionan. Y las estrategias de seguridad ciudadana no funcionan. Y la prevención en materia de violencia de género no funciona. Y la intervención con menores infractores no funciona.
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Es más: invertir más en estas áreas no va a mejorar la situación, ya que los programas que hasta la fecha se aplican no han producido cambios sustanciales en las cifras de reincidencia o delincuencia en general, según parece desprenderse de algunas declaraciones de algunos responsables de la gestión penitenciaria o de la opinión publicada en los medios en las últimas fechas, especialmente, al hacer referencia a la excarcelación de sujetos no rehabilitados pese a estar encarcelados durante algunos años tras la aplicación de la sentencia del TEDH en relación a la llamada “doctrina Parot”.
A mayor abundamiento: les aseguro que, pese a que se doble la inversión pública en programas de igualdad, las cifras de muertes de mujeres a manos de sus parejas o exparejas va a cambiar nada o poco.
Les cuento una pequeña historia y, si les parece, justifico mi posición.
En plena crisis del petróleo, cuando la inversión en programas de prevención de la delincuencia de carácter social (especialmente, aunque no sólo) era ingente, en Estados Unidos se publica un informe devastador acerca del tratamiento rehabilitador en las prisiones: Martinson (1974) publica su trabajo llamado “Nothing works” (Nada funciona), en el que señalaba que los programas de tratamiento en las prisiones no funcionaba, por lo que la sensación de la sociedad fue de que se malgastaban valiosos recursos públicos para nada.
Además, en 1979, Cohen y Felson publican un artículo en el que aseguran que, pese a que la calidad de vida ha aumentado en EEUU, las cifras de delincuencia han subido. Y, pese a que ellos explican muy bien el proceso, a los nuevos realismos, de izquierdas y de derechas (Sarre, 1999), les sirve para justificar que, efectivamente, a la luz de los datos, los programas de prevención de carácter social no funcionan.
En la época, en el Reino Unido también se asistía con pesimismo al mismo fenómeno: como Clarke y Cornish (2008) han señalado, desde las posiciones médico-psicológicas dominantes no se conseguía demostrar la eficacia de los tratamientos en los centros penitenciarios.
Claro, que desde el 74 del siglo pasado hasta 2013 han pasado muchos años, dirían algunas personas, con buen criterio.
Pues bien: en 2005, Farabee publica “Rethinking Rehabilitation: Why Can´t We Reform Our Criminals?” (Repensar la rehabilitación: ¿por qué no podemos reformar a nuestros delincuentes?). En dicho trabajo, Farabee viene a defender que, dado que los programas de tratamiento no funcionan, la única manera de mantener la seguridad pública y la justicia es que la respuesta penal sea el estrecho sometimiento de los delincuentes a las tareas de vigilancia y, cómo no, la detención (y retención) de larga duración.
Parece claro, pues, si el sistema ya estaba en entredicho en los años 70 del siglo pasado, y este hecho se ve afianzado con los datos de Farabee 30 años después, que invertir más en programas de rehabilitación no va a mejorar los datos de reincidencia y delincuencia.
Expuestos los argumentos fundamentales, ¿qué hacemos para erradicar la violencia de género? ¿Qué hacemos para erradicar la delincuencia? ¿Qué hacemos para erradicar la reincidencia? ¿Qué hacemos para erradicar el bullying? ¿Qué hacemos para erradicar… (ponga aquí el problema que desee erradicar)?
Hasta aquí, una parte de la historia que se pretende contar, bien conocida por todo el mundo, y que está día a día, en mayor o menor medida, en las conversaciones de todos los ciudadanos y ciudadanas de casi todo el mundo. Pasemos entonces a la parte de la historia que bien conocen los y las profesionales de la Criminología y que poco o nada interesa debatir fuera de los cauces académicos y que, al ser contada fuera de los mismos, se cataloga como “alejada de la realidad”.
Arrancar de raíz un problema (acepción de erradicar, según la el diccionario de la RAE) es, como aspiración, altamente deseable. Sin embargo, cuando se traslada dicha aspiración a un objetivo concreto, no logramos más que una eterna frustración y un clima de desasosiego tremebundo y de alto coste social.
Hace un par de siglos, Quetelet señaló que, términos estadísticos, la delincuencia era un fenómeno absolutamente normal. Que sea normal estadísticamente no implica que haya que abandonar el objetivo de reducir la delincuencia, el objetivo de reducir el impacto de este fenómeno sobre las víctimas, el objetivo de reducir el coste del delito, tanto directo como indirecto… Lo que implica es que, en tanto fenómeno “normal”, el objetivo de “erradicarla” no es realista. El objetivo de reducirla, por el contrario, sí lo es.
Pasando al caso que nos ocupa, el “nada funciona”, veamos si podemos refutar las tesis de tan pesimistas argumentos.
Como Cullen et al. (2009) han matizado a colación del trabajo de Farabee, utilizar la evidencia empírica para justificar que “nada funciona” sólo es posible si se ignora la literatura que ofrece resultados positivos al respecto. Además, se ignoran los efectos perniciosos de las políticas criminales y tratamentales basadas en el castigo. Además, otra parte que parece ser obviada en esto del “nothing works” es que el mismo Martinson, en trabajos posteriores (Lipton, Martinson y Wilks, 1975; Martinson, 1979) y utilizando los mismos o casi los mismos datos, afirmaba que sí, que “algunos programas de tratamiento tenían un notable efecto positivo en las tasas de reincidencia” (Martinson, 1979:244).
Como muestra, un botón: un reciente trabajo de Redondo, Martínez y Andrés (2012) ha vuelto a señalar algunos de los programas que mejor funcionan a la hora de tratar a los delincuentes juveniles. La mejora en las tasas de reincidencia entre los grupos sometidos a tratamiento y los no sometidos a tratamiento no es nada despreciable: 53,5% frente al 44%. Esto es, una mejora de casi 10 delitos por cada 53 que se cometerían sin tratamiento (Redondo et al., 2012).
Y, ¿qué sucede con las técnicas de tratamiento? Pues que si acudimos a los tamaños del efecto (es decir, qué técnicas tratamentales funcionan mejor, son más eficaces), resulta que (Redondo et al., 2012) los programas que mejor funcionan son los cognitivo-conductuales, las comunidades terapéuticas y los de derivación a la comunidad. Los que peor funcionan, sin embargo, son los que se defienden desde las posturas del “nothing works”, los basados en la mera punición: campos de entrenamiento militar, regímenes de disciplina y disuasión y las psicoterapias inespecíficas (que comparten mucho con las técnicas preventivas basadas en el sentido común).
Conectando estos datos al principio de este escrito, resulta que los componentes educativos de los programas que mejor funcionan son primordiales.
Textualmente, en sus conclusiones, Redondo et al. (2012:160) señalan:
“A la luz de la información y resultados presentados en este estudio, las actuaciones educativas del sistema de Justicia juvenil en España presentan diversas limitaciones y dificultades que deberían intentarse disminuir en el futuro. En primer lugar, en opinión de los autores de este trabajo, deberían ampliarse los programas de tratamiento dirigidos a “necesidades criminogénicas” concretas y delimitadas. Es decir, habría que conectar en mayor grado las técnicas de intervención aplicadas con déficits y necesidades de los sujetos que se han asociado a su actividad y hábitos delictivos. En esta dirección sería muy importante una mayor formalización técnica de las intervenciones terapéuticas y educativas, incluyendo todas sus fases necesarias, tales como evaluación inicial y detección de necesidades de los individuos, especificación operativa de objetivos, medida pretratamiento de las variables que son objetivos de la intervención, especificación de todas las actividades integrantes de la intervención, modo de entrenamiento de los profesionales que van a desarrollar la intervención, aplicación íntegra del programa, incorporación de estrategias de generalización de los aprendizajes, y medida postratamiento y seguimiento”.
Las investigaciones internacionales en la materia también son concluyentes y coherentes con lo expuesto hasta ahora: el tratamiento sí funciona (puede acudirse, a modo de ejemplo, los trabajos de: Cooke y Philip, 2001; Cullen y Gendreau, 2006; Dowden y Andrews, 2000; Lipsey, 2009, o; Lipsey y Cullen, 2007). Y los programas preventivos, también (Lösel y Bender, 2012; Medina, 2011; Schindler y Yoshikawa, 2012). Máxime, teniendo en cuenta que la educación, en tanto factor de riesgo/protección (por ejemplo, Farrington, 2005; Redondo, 2008a), es un componente clave de muchos programas preventivos (Redondo, 2008b).
¿Y qué pasa con la violencia de género? Pues resulta que, en los últimos años, se han invertido ingentes cantidades de dinero para llevar a cabo programas que no están siendo evaluados. Por tanto, si no disminuyen las muertes, el planteamiento de que los programas preventivos no funcionan justificaría que no se invierta más dinero en ellos. Sin embargo, lo que sería conveniente es invertir para conocer qué programas funcionan y cuáles no lo hacen, y qué tipo de programas son prometedores.
Con respecto al bullying, ¿hay programas efectivos? Pues sí, existen, especialmente los basados en el OBPP –Olweus Bullying Prevention Program (por ejemplo, Oñederra et al., 2005a, 2005b; González y Campoy, en prensa).
Y así con múltiples problemáticas que nos ocupan y preocupan.
Enlaza esta cuestión con otro problema: el sentido común. Seguimos aplicando programas preventivos que parecen lógicos. Enviar a la policía a los colegios a que informe sobre los riesgos de las drogas, los riesgos de internet… Campañas con personalidades para que pongan de manifiesto que el bullying es un problema grave… Campañas con víctimas/agresores para concienciar a víctimas y sociedad de las consecuencias que ésta u otra problemática tienen… Pero no evaluamos los resultados de estos programas. Y, si hemos invertido dinero en ellos, concluimos: la prevención no funciona.
Sabiendo que la evidencia empírica nos muestra qué programas preventivos/de tratamiento funcionan y cuáles no, debemos saber también que dicha evidencia nos permite conocer dónde invertir para mejorar.
He aquí la conclusión, pues, a la vista de todo lo expuesto: invertir más no garantiza mejores resultados. Evidentemente. Porque si se invierte en cosas que no funcionan, dichas cosas van a seguir sin mejorar. Dicho esto, por supuesto que debe invertirse más: debe invertirse en evaluar las áreas que permiten reducir la delincuencia y la reincidencia, y debe invertirse más en los aspectos que sí funcionan. Invertir más para invertir mejor.
Porque, a la larga, invertir más y mejor permite invertir menos en otras áreas más costosas que la educación y/o la prevención de la delincuencia (por ejemplo, en prisiones).
Uno de los motivos esgrimidos para justificar la necesidad de invertir menos y cambiar el modelo de la educación en España es que hay países que invierten 10000 euros menos por alumno con mejores resultados. Quizá sea consecuencia de que invirtieron más y mejor en el pasado, y les permite racionalizar el gasto por alumno, dado que han identificado las fortalezas y las vulnerabilidades del sistema educativo, potenciando las primeras y minimizando las segundas.
Esto requiere una evaluación del sistema que se emplea, no un informe comparativo entre países que no tiene en cuenta las características de todos y cada uno de los modelos educativos, sino puntuaciones medias de algunas áreas concretas.
Y, ¿en materia de delincuencia? ¿Por qué no invertir más en evaluar para invertir mejor?
Referencias
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Este artículo se ha redactado a partir de los materiales compilados por el autor durante la redacción de un trabajo más amplio, el cual forma parte de un proyecto editorial de Criminología y Justicia coordinado por Abel González y el autor de este texto, que verá la luz en los próximos meses.
Bibliografía
Profesor e investigador asociado del Centro Crímina para el estudio y la prevención de la delincuencia de la Universidad Miguel Hernández. Convencido absolutamente de que la evidencia criminológica es el camino para mejorar los problemas relacionados con la delincuencia y la seguridad y de que los/as criminólogos/as son, cada día, más necesarios.