Resumen
En los últimos días es noticia la ruptura de la disciplina de voto por parte de algunos diputados autonómicos del PSC, con ocasión de la moción soberanista (póngale el nombre eufemístico que deseen) planteada en el Parlamento de Cataluña.
La siempre cuestionada disciplina de voto que obliga (supongo que más moral que jurídicamente) a votar lo que la mayoría “establecida” del partido acuerda, no siempre es objeto de un debate de fondo y generalmente su ruptura se cierra en falso, con una reprimenda pública o, en el mejor de los casos, con una pequeña sanción, pero el tiempo pasa, todo se olvida y todo queda como estaba.
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Y la cuestión no es baladí. Afecta, a mi entender, a lo más esencial de la democracia, la mejor de las formas conocidas de gobierno y, en el caso de la española, de las más susceptibles de mejora.
En el fondo, la democracia se puede simplificar en el gobierno de las mayorías que a su vez gobiernan por acuerdos mayoritarios. A nadie se le escapa que las decisiones de un partido o de un grupo parlamentario no siempre, por no decir casi nunca, se adoptan por unanimidad. Es generalmente la opinión mayoritaria la que hace valer sus tesis y a partir de ese momento se convierte en la opinión del partido. Y así debe ser, pues de otra forma estaríamos al socaire de iluminados, corruptos, resentidos o Dios sabe quien.
Y desde el momento que estar en un partido es voluntario, las decisiones, una vez adoptadas, o se comparten y acatan o uno se va. Y se va del partido y de todo lo que es consecuencia de su pertenencia a él.
Los ciudadanos que votan a un partido político esperan que quienes representan a ese partido, y por tanto a sus votantes, hagan posible con su voto las propuestas y posicionamientos que ese partido ha decidido, tanto en su programa como en sus decisiones internas del día a día. Y quien no las quiere compartir, y de verdad es un demócrata, debe dejar los cargos públicos que ese partido le posibilitó. Es una cuestión de coherencia, pero también de dignidad y honradez. Y debe hacerlo de forma inmediata, manifestando su disconformidad por los cauces internos y/o públicos que crea conveniente, pero no institucionales porque estará estafando a quienes votaron por esas siglas. Porque, y aquí está la razón de ser de todo, los ciudadanos no les votaron a ellos, ya que nadie se lo permitió. Se votaron unas siglas y quieren, queremos siempre todos y de todos los signos, que esas siglas ejerzan la representación que les dimos y no la que antidemocráticamente algunos se arrogan.
El problema afecta a la dignidad y honorabilidad política de quienes traicionan a las personas que votaron las siglas que ellos se comprometieron a defender, pero también a un sistema democrático en el que nos niegan a los ciudadanos la capacidad de elegir a nuestros representantes.
Todos esto bastaría para promover, desde la defensa de la democracia, cambios legislativos que permitan a los ciudadanos decidir las personas que les representan e impedir que quien los traiciona pueda seguir beneficiándose de las prebendas cuasi feudales de que gozan nuestros políticos (hay quien que dice incluso el derecho de pernada sigue vigente en nuestra legislación) y solo así, tal vez, el acta podría ser personal, porque ahora no lo es, ya que nadie les eligió. Todos votamos a un partido.
Pero es que además de la necesaria profundización en la democracia real, el descrédito en el que merecidamente han caído nuestros políticos exige cambios, que permitan nuevas reglas de juego y nuevos jugadores. Y en los últimos años hemos asistido a la política del avestruz y de la dilación para que todo siga igual a pesar de las grandes promesas de cambio.
Por eso deben ser los ciudadanos los que tomen democráticamente el poder y la única forma es obligar a la reflexión interna, desde la conciencia de que si no promueven un cambio, serán ellos los que quedarán fuera del sistema.
Propuestas pueden hacerse muchas, todas con alguna deficiencia o dificultad, pero efectivas y a corto plazo la única posible que veo es sacar del europarlamento a todos los que en los últimos años se han codeado con la corrupción sin hacer nada contra ella. Las próximas elecciones europeas pueden ser un buen momento para que otros partidos (de los que tampoco me fío y alguno no me merece excesiva credibilidad) dejen fuera del Parlamento Europeo a Partido Popular y Partido Socialista, así como a los grandes partidos nacionalistas que durante toda la democracia se han limitado a promover sus intereses, convirtiendo su Comunidad Autónoma en un coto particular. IU, UPyD o Ciutadans, entre otros, pueden ocupar ese espacio y de paso demostrar que podemos creer en ellos y, lo más importante, que podemos vivir sin los otros.
Bibliografía
Segovia (Castilla y León | España 1965).
Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid.
Jurista del Cuerpo Superior de Técnicos de Instituciones Penitenciarias.
Profesor de derecho Penitenciario en la Escuela de Práctica Jurídica de Valladolid desde 2002.
Experto en derecho penal juvenil y derecho penitenciario.
Miembro del Comité de Expertos de la Revista Infancia, Juventud y Ley.
Vocal y miembro fundador de la Sociedad Científica de Justicia Restaurativa.
Experto de la Unión Europea en misiones de corta duración en Venezuela (2003), Polonia (2005) y El Salvador (2010).
Colaborador habitual en publicaciones, jornadas, seminarios y cursos.
Libros publicados:
- “La justicia penal juvenil en España: legislación y jurisprudencia constitucional”, Editorial Club Universitario, Alicante 2006.
- “Compendio de legislación y jurisprudencia penitenciaria”, Editorial Club Universitario, Alicante 2008.
- “La justicia juvenil en España: comentarios y reflexiones”, Editorial La Ley, Madrid 2009.
- “Legislación penal juvenil comentada y concordada”, Editorial La Ley, Madrid, 2011.